Pongo a disposición de los lectores 20 articulos que escribí sobre la cuestión de la constituyente y la reforma constitucional en el periodo 2003-2004. Los presento ordenados en dos series de 10 y en orden cronológico ascendente, esto es, primero lo que escribí primero. La segunda parte está accesible en la dirección www.jorgian52.blogspot.com.
Los artículos que van del 2 al 10 de la primera parte y los tres primeros de la segunda se escribieron semanalmente sin interrupciones y se publicaron los últimos 12 martes del 2003.
En enero del 2004 comencé a escribir sobre la campaña electoral que se avecinaba, e hice una sola pausa en este tema para retomar la cuestion de la constituyente en dos entregas consecutivas a finales de febrero.
No volvi a ocuparme de esta cuestión hasta junio cuando la Mesa Nueva Constitución volvió a considerar el tema a solicitud de uno de sus integrantes. Al presentarse formalmente el proyecto de reformas constitucionales publiqué otros tres artículos sobre el contenido de la iniciativa, pero sobre todo sobre su conveniencia y oportunidad.
Finalmente, un artículo publicado en noviembre cierra el ciclo, pero anticipa la posibilidad de una nueva apertura del debate sobre la Constitución en un futuro próximo.
Todos estos artículos, salvo el primero ("¿Qué es la quinta papeleta?"), fueron publicados los días martes en el diario El Panamá América, como artículos principales en la sección de Opinión.
El término "quinta papeleta" surgió de un debate académico en la Universidad de Panamá alrededor del mes de marzo o abril del 2003, en el que uno de los expositores hizo alusión a la séptima papeleta colombiana, como un mecanismo que mostró ser util para iniciar un proceso constituyente. Al iniciar esta serie de artículos, en octubre del 2003, la quinta papeleta ya había estado en los medios y pienso que solo algunas personas, pero no muchas, comprendían cabalmente de lo que se trataba.
Fue al año siguiente cerca de las fechas en que se dictaría el certificado de defunción definitiva de esta iniciativa, cuando escribí, emulando la tradición del panfleto político, la breve pieza "Qué es la quinta papeleta" en el intento de ofrecer una explicación al público general.
Pensé que necesitaríamos muchas copias de ese escrito si los legisladores procedían a hacer la discusión del proyecto de ley sobre la quinta papeleta. Junto con los miembros de la Mesa Nueva Constitución del Foro 2020, pensamos en actividades de volanteo en todo el país. En la realidad, los legisladores se abstuvieron de hacer la discusión y nunca hubo la necesidad de reproducir o publicar este escrito.
Lo reproduzco aqui ahora porque muchas veces, a través de la radio y la televisión, expliqué qué era la quinta papeleta, pero nunca llegué a escribir directamente al respecto.
¿Qué es la quinta papeleta?
¿Qué es la Quinta Papeleta?
Una consulta al electorado para decidir si se quiere una nueva Constitución, para lo cual habría que convocar a una Constituyente.
¿Qué relación hay entre las firmas recogidas por el Comité Ecuménico y la Quinta Papeleta?
Las firmas son una solicitud ciudadana de que se inicie un proceso mediante el cual se adoptará una nueva Constitución, elaborada por una Constituyente, y la quinta papeleta es la votación sobre si la mayoría de los electores comparte esa opinión.
¿Por qué se quiere una Nueva Constitución?
Porque todos los sectores políticos y sociales han reconocido que las normas actuales permiten que haya corrupción a todos los niveles del Estado, le dan excesivos poderes al Ejecutivo en la designación de otros altos funcionarios del Estado, sin mayores controles ni requisitos, no protejen adecuadamente a los ciudadanos ante las grandes empresas que prestan servicios públicos luego de la privatización, y constituyen un freno en la lucha por el desarrollo de la comunidades y el combate a la pobreza.
¿Por qué la Quinta Papeleta tiene que ir amarrada a la convocatoria a una Constituyente?
Porque no tiene sentido preguntarle al pueblo si quiere que la Asamblea Legislativa reforme la Constitución. La actual Constitución le da esa potestad a dicho órgano del Estado y una consulta no invalidaría dicha norma, de modo que la Asamblea siempre podría intentar la reforma de la Constitución, aun cuando la gente no esté de acuerdo con dicho mecanismo.
¿Hay propuestas concretas de Nueva Constitución?
El Foro 2020, que es un espacio de concertación entre el gobierno, los partidos políticos, y la sociedad civil, aprobó cerca de 100 propuestas el año pasado. La Mesa Nueva Constitución ha generado otras 55 propuestas adicionales que serán sometidas a la aprobación de la Asamblea General del 19 de febrero. Además, en los últimos diez años, hay otras cuatro propuestas integrales de cambio constitucional elaboradas por entes públicos y particulares, como la Universidad de Panamá, APEDE, ILDEA.
¿Por qué no hacer los cambios de acuerdo con los métodos vigentes?
Actualmente hay dos métodos para reformar la Constitución y ambos requieren de la voluntad del Órgano Legislativo, y los legisladores no van a eliminarse los privilegios y prerrogativas de que gozan, ni afectaran a los partidos políticos que los llevaron a ocupar esos cargos.
¿Por qué no puede encargarse el próximo Gobierno de hacer los cambios constitucionales?
Porque la función de los gobiernos es gobernar, no hacer constituciones. Además, los gobiernos solo han propuesto hacer los cambios constitucionales que son de su interés, como lo hicieron en 1992 y 1998. El pueblo rechazó ampliamente ambos intentos de reforma constitucional en una votación a nivel nacional.
¿Por qué hay que hacer esta consulta, antes de convocar a la Constituyente?
Porque se trata de una cuestión controvertida, hay unos sectores que la apoyan, hay otros que se oponen. En una democracia no debe haber ni personas ni organizaciones con derecho a veto. El voto de la mayoría debe prevalecer en cuestiones fundamentales de este tipo, y es la manera políticamente correcta de legitimar el inicio del proceso.
¿Por qué hay que hacer esta consulta ahora, el mismo día de las elecciones?
Porque ahora de lo que se trata es de establecer un mandato político que el próximo gobierno debe cumplir. Ese mandato político consiste en la voluntad de la Nación de darse una nueva Constitución y esto no va a ocurrir si el gobierno se opone, o decide impedir, o menoscabar de alguna forma el proyecto de adoptar una nueva carta fundamental.
¿Se puede hacer la consulta después de las elecciones?
Ahora mismo nadie sabe quien va a ganar las elecciones. Si se hace la consulta después de las elecciones, la consulta será impactada por dichos resultados. El gobierno electo, o los partidos, podrían, por ejemplo, dificultar el acceso a las urnas, desmotivar a la población, obstaculizar el debate, o incluso, desnaturalizar la consulta misma, incluyendo otros temas que son de su interés. Si no se hace la consulta ahora se está perdiendo una oportunidad de oro para iniciar formalmente un proceso constituyente. Una oportunidad similar no volverá a presentarse hasta dentro de 5 años, momento en el que se podrían repetir todas las objecciones que han sido esgrimidas ahora.
¿Qué valor tiene el resultado de la consulta?
Si la mayoría quiere que se convoque a una Constituyente, entonces las autoridades existentes, los llamados poderes constituidos, que son siempre poderes derivados de un poder mayor, tienen la obligación de cumplir. El voto así expresado en las urnas constituye un mandato político de obligatorio cumplimiento. Si la mayoría no quiere la Constituyente, pues entonces queda libre el camino para que se empleen los actuales métodos de reforma de la Constitución. Los dos métodos actualmente existentes suponen la voluntad de cambio del Órgano Legislativo.
¿Cuál es la mejor manera de cambiar la Constitución?
Un proceso ordenado de cambio constitucional requiere de la decisión ciudadana en tres momentos: la consulta, al momento de iniciar el proceso; la elección de los Constituyentes por sufragio popular directo; y, finalmente, el referéndum, que es una votación nacional necesaria para aprobar el texto final de la Nueva Constitución.
¿Se puede hacer una nueva Constitución sin convocar a una Constituyente?
Arnulfo Arias lo hizo en 1940. Designó a una comisión de notables mediante decreto presidencial, todos los cuales eran colaboradores suyos. La comisión expidió un nuevo texto en cuestión de un mes, e inmediatamente se convocó a un referéndum con una antelación no mayor de tres semanas. En las actuales circunstancias, en las que la ciudadanía demanda una mayor participación en este proceso, dicho método carecería del respaldo organizado de la sociedad civil.
¿Quiénes se oponen a una Constituyente?
No hay ninguna organización anti-Constituyente. La Presidenta de la República ha dicho que está de acuerdo. Los cuatro candidatos presidenciales han dicho que están de acuerdo. Si estos candidatos son verdaderos líderes políticos, entonces deben lograr que sus seguidores les sigan. Las voces aisladas, por lo general proveniente de la dirigencia de algunos partidos políticos, no pueden arrogarse el derecho a vetar la Constituyente.
¿Cual es la mejor constitución que ha tenido nuestro país?
La de 1946.
¿Quién la hizo?
Una constituyente.
Un país sin Constitución
Una sociedad democrática tiene una Constitución que la inspira y al mismo tiempo la protege. Fundamento de la libertad y límite de la autoridad, una Constitución democrática contribuye a darle identidad al país. Los ciudadanos no sólo la respetan, sino que además se sienten orgullosos de ella y la veneran. Ya sea porque es herencia de nuestros antecesores, o legado que dejaremos a la posteridad, una Constitución democrática es cemento que contribuye a fortalecer el capital social de una nación.
Por el contrario, en las sociedades en las que se ha entronizado la decadencia moral y política el grupo gobernante no gobierna ni desea gobernar, sólo desea el poder y ve en la Constitución un parapeto del mismo. Con harta frecuencia los argumentos constitucionales están motivados, aunque ello no se haga de modo consciente o explícito, por el mantenimiento de la tranquilidad del poder. No del poder público, sino de ese poder, con p minúscula, que detentan ciertos individuos cuando utilizan los cargos para servirse a sí mismos y para desconocer y atropellar los derechos de los demás. Cuando el frío moral azota a la sociedad, las Constituciones quedan devaluadas.
Una Constitución hace algo más que propiamente reglamentar un Estado. Una Constitución contiene un conjunto de principios y normas fundamentales que configuran un programa de trabajo con visión de futuro. Por eso, no es exagerado decir que una Constitución señala el norte de la vida social y política de un país.
¿Es la Constitución actual una sólida plataforma de derechos y libertades que los panameños y las panameñas deben tener a fin de desarrollar su potencial como seres humanos y como integrantes de esta nación? ¿Es acaso eficaz represa contra todo intento de la autoridad de desbordar sus potestades en busca de intereses meramente particulares? ¿Representa una orientación política y cívica acorde con las necesidades de la nación que despierta al siglo XXI? ¿Cómo nos sentimos los panameños con respecto a la actual Constitución?
Un sondeo de opinión realizado en el mes de agosto indica que la población está aparentemente dividida en tres grupos de magnitudes muy similares. Un 34.1% opina que debe reformarse la Constitución, un 32.2 % se inclina por mantenerla, y un 27.4% quiere una nueva Constitución. Es interesante ver que sólo un 6.3% manifiesta no tener una opinión al respecto, lo que ya indica un nivel importante de conciencia ciudadana.
El que concluyera que se trata de una situación de empate múltiple entre tres fuerzas que se contrarrestan, pierde de vista que lo anterior es sólo una fotografía en un momento dado y que la opinión pública normalmente tiende a cambiar en respuesta a las situaciones que se presentan en la vida cotidiana.
En realidad, los que manifiestan la necesidad de reformar la Constitución no tienen aspiraciones muy distintas de los que aspiran a que el país adopte una nueva Constitución, porque ambos grupos están de acuerdo en que sin una renovación constitucional difícilmente podrá el Estado panameño hacerle frente a los retos que se le vienen encima.
Son una minoría entonces los que piensan que podemos seguir viviendo bajo los actuales parámetros constitucionales. Quizás estas personas piensan que debemos preocuparnos más por el buen ejercicio del gobierno que por la Constitución; que en vez de cambiar las normas constitucionales debemos mejorar los negocios, impulsar el crecimiento, disminuir el desempleo, ayudar a la pequeña y mediana empresa y promover el turismo, entre otras tantas cosas, porque todo ello traería prosperidad, y hasta ayudaría a combatir la pobreza, por ejemplo, y para eso no se necesita cambiar la Constitución.
Este grupo minoritario no gastaría palabras defendiendo la actual Constitución como un baluarte duradero de la democracia panameña. Su opción de mantener la actual Constitución es más el resultado de no comprender el valor de una Constitución democrática que de una opción ideológica específica. Por eso piensa que el debate constitucional no es más que una distracción de lo que es verdaderamente crucial, que es la economía. Este sector de la opinión pública no se agrupa en una sola organización sino que proviene de distintas posiciones de poder, ya sea en la empresa privada o en el gobierno, en los partidos políticos, en los gremios profesionales, etc.
¿Por qué vamos a dejar que esta minoría imponga una devaluación crónica de la vida ciudadana?
Las encuestas apuntan en dirección de que hay una clara mayoría ciudadana, que se encuentra repartida en todos los partidos políticos y estratos socioeconómicos, que no quiere la actual Constitución. Por lo tanto, el debate debe centrarse, no en si queremos o no una nueva Constitución, sino en cómo y cuándo vamos a lograr una Constitución democrática que se encuentre a la altura de los desafíos que la época impone. Ese debate debe ser un proceso de participación ciudadana que selle un nuevo pacto social que proteja adecuadamente nuestros derechos y libertades, y que deje muy claro que el ejercicio de funciones públicas constituye una carga y no un privilegio.
Si prestamos oído a lo que reclama la gente a través de las páginas de opinión de los diarios nacionales, concluiremos que sin cambios constitucionales no habrá una efectiva lucha contra la corrupción, que sin una efectiva lucha contra la corrupción no habrá crecimiento, que sin crecimiento no habrá desarrollo y que sin desarrollo seguiremos hundiéndonos en una creciente pobreza y un acelerado deterioro de valores cívicos, éticos y políticos. Esta es la antesala de una sociedad en donde la violencia se multiplica a la par que se rebaja el respeto a la vida.
Así, según el Informe Anual de la Comisión Nacional de Análisis de Estadística Criminal (CONADEC), los incidentes delictivos se incrementaron en el año 2002 en un 18.5 %, respecto del año anterior. Los homicidios aumentaron de 306 en el 2001 a 380 en el 2002 y los delitos de violencia intrafamiliar aumentaron en todo el país en un 70 %. El aumento de incidentes con armas de fuego no tiene parangón en la historia conocida.
El aumento de la criminalidad, del que dan cuenta fehaciente las estadísticas oficiales, es claramente una de las manifestaciones de la descomposición social en proceso, pero no debemos creer que el impacto de este fenómeno se reduce al de su versión callejera, ni que sus principales actores provienen de los estratos más bajos de la sociedad. En realidad, tanto o más daño hacen los delitos de cuello blanco, el crimen organizado, los delitos financieros, y, por supuesto, la corrupción gubernamental.
Los golpes contra la fe pública que los escándalos financieros de los últimos años han protagonizado dañan gravemente la capacidad regenerativa de la economía. En otras palabras, la enfermedad que mina la convivencia social se reproduce no sólo en los barrios pobres, sino en los vecindarios del poder político y económico. Si no replanteamos los fundamentos del poder público en nuestra sociedad, las tendencias autodestructivas acabarán por tomar la escena.
Nadie ha dicho nunca que la Constitución sea la solución a todos los problemas. Lo que hay que entender es que no habrá solución duradera al margen de una Constitución democrática. Como el país se ha quedado sin Constitución, según lo percibe una mayoría ciudadana, ahora corremos el riesgo de comenzar a quedarnos sin país.
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El Panamá América, Martes 14 de octubre de 2003
Por el contrario, en las sociedades en las que se ha entronizado la decadencia moral y política el grupo gobernante no gobierna ni desea gobernar, sólo desea el poder y ve en la Constitución un parapeto del mismo. Con harta frecuencia los argumentos constitucionales están motivados, aunque ello no se haga de modo consciente o explícito, por el mantenimiento de la tranquilidad del poder. No del poder público, sino de ese poder, con p minúscula, que detentan ciertos individuos cuando utilizan los cargos para servirse a sí mismos y para desconocer y atropellar los derechos de los demás. Cuando el frío moral azota a la sociedad, las Constituciones quedan devaluadas.
Una Constitución hace algo más que propiamente reglamentar un Estado. Una Constitución contiene un conjunto de principios y normas fundamentales que configuran un programa de trabajo con visión de futuro. Por eso, no es exagerado decir que una Constitución señala el norte de la vida social y política de un país.
¿Es la Constitución actual una sólida plataforma de derechos y libertades que los panameños y las panameñas deben tener a fin de desarrollar su potencial como seres humanos y como integrantes de esta nación? ¿Es acaso eficaz represa contra todo intento de la autoridad de desbordar sus potestades en busca de intereses meramente particulares? ¿Representa una orientación política y cívica acorde con las necesidades de la nación que despierta al siglo XXI? ¿Cómo nos sentimos los panameños con respecto a la actual Constitución?
Un sondeo de opinión realizado en el mes de agosto indica que la población está aparentemente dividida en tres grupos de magnitudes muy similares. Un 34.1% opina que debe reformarse la Constitución, un 32.2 % se inclina por mantenerla, y un 27.4% quiere una nueva Constitución. Es interesante ver que sólo un 6.3% manifiesta no tener una opinión al respecto, lo que ya indica un nivel importante de conciencia ciudadana.
El que concluyera que se trata de una situación de empate múltiple entre tres fuerzas que se contrarrestan, pierde de vista que lo anterior es sólo una fotografía en un momento dado y que la opinión pública normalmente tiende a cambiar en respuesta a las situaciones que se presentan en la vida cotidiana.
En realidad, los que manifiestan la necesidad de reformar la Constitución no tienen aspiraciones muy distintas de los que aspiran a que el país adopte una nueva Constitución, porque ambos grupos están de acuerdo en que sin una renovación constitucional difícilmente podrá el Estado panameño hacerle frente a los retos que se le vienen encima.
Son una minoría entonces los que piensan que podemos seguir viviendo bajo los actuales parámetros constitucionales. Quizás estas personas piensan que debemos preocuparnos más por el buen ejercicio del gobierno que por la Constitución; que en vez de cambiar las normas constitucionales debemos mejorar los negocios, impulsar el crecimiento, disminuir el desempleo, ayudar a la pequeña y mediana empresa y promover el turismo, entre otras tantas cosas, porque todo ello traería prosperidad, y hasta ayudaría a combatir la pobreza, por ejemplo, y para eso no se necesita cambiar la Constitución.
Este grupo minoritario no gastaría palabras defendiendo la actual Constitución como un baluarte duradero de la democracia panameña. Su opción de mantener la actual Constitución es más el resultado de no comprender el valor de una Constitución democrática que de una opción ideológica específica. Por eso piensa que el debate constitucional no es más que una distracción de lo que es verdaderamente crucial, que es la economía. Este sector de la opinión pública no se agrupa en una sola organización sino que proviene de distintas posiciones de poder, ya sea en la empresa privada o en el gobierno, en los partidos políticos, en los gremios profesionales, etc.
¿Por qué vamos a dejar que esta minoría imponga una devaluación crónica de la vida ciudadana?
Las encuestas apuntan en dirección de que hay una clara mayoría ciudadana, que se encuentra repartida en todos los partidos políticos y estratos socioeconómicos, que no quiere la actual Constitución. Por lo tanto, el debate debe centrarse, no en si queremos o no una nueva Constitución, sino en cómo y cuándo vamos a lograr una Constitución democrática que se encuentre a la altura de los desafíos que la época impone. Ese debate debe ser un proceso de participación ciudadana que selle un nuevo pacto social que proteja adecuadamente nuestros derechos y libertades, y que deje muy claro que el ejercicio de funciones públicas constituye una carga y no un privilegio.
Si prestamos oído a lo que reclama la gente a través de las páginas de opinión de los diarios nacionales, concluiremos que sin cambios constitucionales no habrá una efectiva lucha contra la corrupción, que sin una efectiva lucha contra la corrupción no habrá crecimiento, que sin crecimiento no habrá desarrollo y que sin desarrollo seguiremos hundiéndonos en una creciente pobreza y un acelerado deterioro de valores cívicos, éticos y políticos. Esta es la antesala de una sociedad en donde la violencia se multiplica a la par que se rebaja el respeto a la vida.
Así, según el Informe Anual de la Comisión Nacional de Análisis de Estadística Criminal (CONADEC), los incidentes delictivos se incrementaron en el año 2002 en un 18.5 %, respecto del año anterior. Los homicidios aumentaron de 306 en el 2001 a 380 en el 2002 y los delitos de violencia intrafamiliar aumentaron en todo el país en un 70 %. El aumento de incidentes con armas de fuego no tiene parangón en la historia conocida.
El aumento de la criminalidad, del que dan cuenta fehaciente las estadísticas oficiales, es claramente una de las manifestaciones de la descomposición social en proceso, pero no debemos creer que el impacto de este fenómeno se reduce al de su versión callejera, ni que sus principales actores provienen de los estratos más bajos de la sociedad. En realidad, tanto o más daño hacen los delitos de cuello blanco, el crimen organizado, los delitos financieros, y, por supuesto, la corrupción gubernamental.
Los golpes contra la fe pública que los escándalos financieros de los últimos años han protagonizado dañan gravemente la capacidad regenerativa de la economía. En otras palabras, la enfermedad que mina la convivencia social se reproduce no sólo en los barrios pobres, sino en los vecindarios del poder político y económico. Si no replanteamos los fundamentos del poder público en nuestra sociedad, las tendencias autodestructivas acabarán por tomar la escena.
Nadie ha dicho nunca que la Constitución sea la solución a todos los problemas. Lo que hay que entender es que no habrá solución duradera al margen de una Constitución democrática. Como el país se ha quedado sin Constitución, según lo percibe una mayoría ciudadana, ahora corremos el riesgo de comenzar a quedarnos sin país.
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El Panamá América, Martes 14 de octubre de 2003
Liderazgo político y nueva Constitución
No hay político o política, que se atreva a sostener en público que no hay necesidad de cambio constitucional, pero eso no quiere decir que la clase política se encuentre en condiciones óptimas para liderar el actual proceso de reforma. Más bien pareciera que el momento los pilla desorganizados, sin ideas claras y que sus propuestas tienen un inconfundible aroma a improvisación. Lógicamente, frente a una coyuntura electoral, los partidos dedican sus mejores recursos a la búsqueda de votos; pero es preciso constatar que la clase política se ha rehusado metódicamente a encarar el agotamiento del actual esquema constitucional.
Ante el innegable avance del sector de la opinión pública que demanda un compromiso efectivo con el cambio de estructuras fundamentales, los políticos han buscado últimamente, y buscarán en lo sucesivo, posicionarse como adalides de un movimiento que los lleva a rastras. Como no puede haber un cambio de esta magnitud sin una participación decidida de la clase política, o parte de ella, cabe reflexionar sobre las formas que el liderazgo político puede adoptar en este proceso.
Para empezar observamos que mientras algunos no están dispuestos más que a ofrecer declaraciones tímidas, tratando de restarle importancia a la cuestión, otros se suman al movimiento a favor de la Nueva Constitución motivados más por razones de oportunismo o demagogia que por convicciones democráticas.
De la parte más sana de la clase política la sociedad espera una reacción más inteligente. ¿Cómo deben comportarse los líderes políticos en los procesos de cambio que atañen a las estructuras más básicas del régimen constitucional? ¿Deben seguir a pie juntillas lo que establecen las normas, o deben hacer más bien uso de su genio e imaginación?
Como una cuestión de hecho hay que anotar que las constituciones de 1904, 1941, 1946, 1972 y las profundas reformas de 1983 no siguieron ninguna norma constitucional. Se dice con mucha frecuencia que esas constituciones fueron el producto de una crisis. Falso. Hubo crisis en otros momentos y lo que siguió a continuación no fue una nueva carta fundamental.
Esas constituciones fueron el producto de la creatividad del liderazgo político, aunque con signos ideológicos muy diversos, para enfrentar los retos de la época y no sólo para calmar una tempestad coyuntural. El caso más elocuente es el de la primera presidencia de Arnulfo Arias Madrid.
La Constitución de 1904, que fue el producto de un acuerdo entre liberales y conservadores para darle fundamento político formal al Estado recién fundado, fue reformada 10 veces entre 1906 y 1928, por el método de las dos asambleas. Es decir, el acuerdo entre liberales y conservadores que creó la república, hizo la Constitución y la reformó con la frecuencia con que fue necesario.
En la década de los 30 se agudizaron las necesidades de renovación y la Asamblea Nacional nombró una comisión de reformas constitucionales. Se elaboraron al menos dos proyectos, sobre los cuales no se llegó a ningún acuerdo, lo que evidenciaba la fractura sufrida por la clase política luego del golpe de Acción Comunal en 1931. Hacia finales de esa década estaba muy claro que ya no se podía continuar con la misma Constitución y que los grupos políticos no tenían la capacidad de utilizar los mecanismos institucionales de reforma que requerían de una concertación política.
Una de las primeras tareas que emprendió Arnulfo Arias, al asumir la Presidencia de la República el primero de octubre de 1940, fue la integración de una comisión de reformas constitucionales con algunos leales colaboradores. Moscote, el máximo constitucionalista de la primera mitad del siglo, conocido por sus trabajos preparatorios para la reforma constitucional, al no ser cercano al partido de gobierno, quedó excluido de la elaboración de aquel proyecto.
En cuestión de semanas, la comisión presentó el texto solicitado por el Ejecutivo y a continuación Arias lo envió a la Asamblea Nacional donde recibió su aprobación. Pero para que dicha Constitución entrara en vigencia se necesitaba aguardar cuatro años, de modo que la Asamblea que debía elegirse en 1944 le impartiese su aprobación final.
Arias no estaba dispuesto a esperar. Así expidió un decreto con fecha 26 de noviembre en el que convocaba a los panameños (no así a las panameñas) para que el 15 de diciembre decidiesen mediante el voto si querían o no la Constitución propuesta por el Ejecutivo.
Independientemente de la discusión sobre la pureza del sufragio en aquellos escrutinios (el 98% de los votos válidos fueron por el "SI"), hay que concluir que Arias gozó de un amplio respaldo popular en su proyecto constitucional. La Constitución así aprobada entró en vigencia el 2 de enero de 1941, por medio de decreto ejecutivo, en medio de lo que se asemejaba a una revolución social dirigida por la Presidencia de la República.
Los dos elementos que caracterizaron este proceso político fueron un fuerte liderazgo político y un amplio consenso en el contenido de la reforma. La participación ciudadana, por el contrario, fue de relativamente baja intensidad.
Desde entonces, y en varias ocasiones, se ha cuestionado el proceso constituyente de 1940 emprendido por Arnulfo Arias por una cierta proclividad cesarista en su concepción de la democracia. Es cierto que dicha Constitución extendía su periodo a 6 años. Quizás lo que debemos evaluar con más detenimiento es hasta qué punto existía una ciudadanía organizada, una sociedad civil (como la llamaríamos hoy), capaz de hacer aportes significativos en cuanto a los nuevos rumbos.
El Movimiento Frente Patriótico no se inició antes de 1943 y el primer congreso de la Federación de Estudiantes de Panamá (FEP) tuvo lugar en 1944. La Universidad de Panamá que había iniciado labores en 1935 comenzó a graduar las primeras generaciones de profesionales a partir de 1940.
Hay dos excepciones de las que dar cuenta: el movimiento feminista y el sindicalismo, que están en cierto modo imbricados. Desde 1923 las mujeres panameñas manifestaron su beligerancia en la vida pública del país a través de la fundación del Partido Nacional Feminista; no obstante, el movimiento había sido combatido y desmovilizado por la administración de Juan Demóstenes Arosemena (1936-1939).
Aunque las mujeres panameñas habían tenido una amplia participación en la lucha inquilinaria y en importantes movimientos huelguísticos, su principal lucha en esos momentos era el derecho al voto y como Arias estuvo dispuesto a reconocerlo (si bien de forma mediatizada pues sólo a las mujeres "educadas" se les concedió votar) el discurso político del feminismo panameño fue momentáneamente subsumido por el proyecto de Estado social impulsado por Arias.
El movimiento obrero tenía una presencia social, sí, pero sin una oferta política concreta y sin un discurso competidor en la arena pública. Además, las propuestas sociales de Arias ciertamente eran atractivas para la clase obrera.
Si la Constitución de 1941 no fue el resultado de un amplio proceso de participación popular es probablemente porque la sociedad civil no tenía la fortaleza para constituirse en un actor en ese proceso. Por contraste, Arnulfo Arias tenía la visión para sumar a las grandes mayorías de panameños a su proyecto, y la garra para conducir y llevar a feliz término la renovación del orden constitucional.
La Constitución de 1941 tenía graves defectos; el más prominente es la discriminación contra las etnias afroantillana y china, pues despojaba de la nacionalidad a un número importante de panameños, impedía que sus generaciones más jóvenes se incorporaran a la panameñidad y prohibía y limitaba su ingreso al país. Es allí donde muestra sus colmillos el autoritarismo que es inseparable de aquel proceso constituyente.
En conclusión: no necesitó Arnulfo Arias una norma constitucional que le dijese lo que tenía que hacer; su intuición política supo identificar claramente que el mandato popular avalaba la renovación constitucional, que era una necesidad sentida desde hacía una década. Entiende muy poco de las constituciones, de la historia y de la sociedad el que sostiene que lo que hizo Arias fue simplemente inconstitucional.
Indudablemente, el país no cuenta hoy con un liderazgo político de la calidad del de aquella coyuntura irrepetible. Sí hay, por el contrario, una sociedad civil organizada que, pese a sus debilidades, ha logrado desarrollar un liderazgo ciudadano que será un buen aliado de cualquier gobernante honesto que se atreva a actuar con responsabilidad y determinación.
Los políticos de hoy pueden buscar sumarse a ese liderazgo ciudadano o rivalizar ante el público. Lo que no pueden hacer es darse el lujo de ignorarlo.
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El Panamá América, Martes 21 de octubre de 2003
Ante el innegable avance del sector de la opinión pública que demanda un compromiso efectivo con el cambio de estructuras fundamentales, los políticos han buscado últimamente, y buscarán en lo sucesivo, posicionarse como adalides de un movimiento que los lleva a rastras. Como no puede haber un cambio de esta magnitud sin una participación decidida de la clase política, o parte de ella, cabe reflexionar sobre las formas que el liderazgo político puede adoptar en este proceso.
Para empezar observamos que mientras algunos no están dispuestos más que a ofrecer declaraciones tímidas, tratando de restarle importancia a la cuestión, otros se suman al movimiento a favor de la Nueva Constitución motivados más por razones de oportunismo o demagogia que por convicciones democráticas.
De la parte más sana de la clase política la sociedad espera una reacción más inteligente. ¿Cómo deben comportarse los líderes políticos en los procesos de cambio que atañen a las estructuras más básicas del régimen constitucional? ¿Deben seguir a pie juntillas lo que establecen las normas, o deben hacer más bien uso de su genio e imaginación?
Como una cuestión de hecho hay que anotar que las constituciones de 1904, 1941, 1946, 1972 y las profundas reformas de 1983 no siguieron ninguna norma constitucional. Se dice con mucha frecuencia que esas constituciones fueron el producto de una crisis. Falso. Hubo crisis en otros momentos y lo que siguió a continuación no fue una nueva carta fundamental.
Esas constituciones fueron el producto de la creatividad del liderazgo político, aunque con signos ideológicos muy diversos, para enfrentar los retos de la época y no sólo para calmar una tempestad coyuntural. El caso más elocuente es el de la primera presidencia de Arnulfo Arias Madrid.
La Constitución de 1904, que fue el producto de un acuerdo entre liberales y conservadores para darle fundamento político formal al Estado recién fundado, fue reformada 10 veces entre 1906 y 1928, por el método de las dos asambleas. Es decir, el acuerdo entre liberales y conservadores que creó la república, hizo la Constitución y la reformó con la frecuencia con que fue necesario.
En la década de los 30 se agudizaron las necesidades de renovación y la Asamblea Nacional nombró una comisión de reformas constitucionales. Se elaboraron al menos dos proyectos, sobre los cuales no se llegó a ningún acuerdo, lo que evidenciaba la fractura sufrida por la clase política luego del golpe de Acción Comunal en 1931. Hacia finales de esa década estaba muy claro que ya no se podía continuar con la misma Constitución y que los grupos políticos no tenían la capacidad de utilizar los mecanismos institucionales de reforma que requerían de una concertación política.
Una de las primeras tareas que emprendió Arnulfo Arias, al asumir la Presidencia de la República el primero de octubre de 1940, fue la integración de una comisión de reformas constitucionales con algunos leales colaboradores. Moscote, el máximo constitucionalista de la primera mitad del siglo, conocido por sus trabajos preparatorios para la reforma constitucional, al no ser cercano al partido de gobierno, quedó excluido de la elaboración de aquel proyecto.
En cuestión de semanas, la comisión presentó el texto solicitado por el Ejecutivo y a continuación Arias lo envió a la Asamblea Nacional donde recibió su aprobación. Pero para que dicha Constitución entrara en vigencia se necesitaba aguardar cuatro años, de modo que la Asamblea que debía elegirse en 1944 le impartiese su aprobación final.
Arias no estaba dispuesto a esperar. Así expidió un decreto con fecha 26 de noviembre en el que convocaba a los panameños (no así a las panameñas) para que el 15 de diciembre decidiesen mediante el voto si querían o no la Constitución propuesta por el Ejecutivo.
Independientemente de la discusión sobre la pureza del sufragio en aquellos escrutinios (el 98% de los votos válidos fueron por el "SI"), hay que concluir que Arias gozó de un amplio respaldo popular en su proyecto constitucional. La Constitución así aprobada entró en vigencia el 2 de enero de 1941, por medio de decreto ejecutivo, en medio de lo que se asemejaba a una revolución social dirigida por la Presidencia de la República.
Los dos elementos que caracterizaron este proceso político fueron un fuerte liderazgo político y un amplio consenso en el contenido de la reforma. La participación ciudadana, por el contrario, fue de relativamente baja intensidad.
Desde entonces, y en varias ocasiones, se ha cuestionado el proceso constituyente de 1940 emprendido por Arnulfo Arias por una cierta proclividad cesarista en su concepción de la democracia. Es cierto que dicha Constitución extendía su periodo a 6 años. Quizás lo que debemos evaluar con más detenimiento es hasta qué punto existía una ciudadanía organizada, una sociedad civil (como la llamaríamos hoy), capaz de hacer aportes significativos en cuanto a los nuevos rumbos.
El Movimiento Frente Patriótico no se inició antes de 1943 y el primer congreso de la Federación de Estudiantes de Panamá (FEP) tuvo lugar en 1944. La Universidad de Panamá que había iniciado labores en 1935 comenzó a graduar las primeras generaciones de profesionales a partir de 1940.
Hay dos excepciones de las que dar cuenta: el movimiento feminista y el sindicalismo, que están en cierto modo imbricados. Desde 1923 las mujeres panameñas manifestaron su beligerancia en la vida pública del país a través de la fundación del Partido Nacional Feminista; no obstante, el movimiento había sido combatido y desmovilizado por la administración de Juan Demóstenes Arosemena (1936-1939).
Aunque las mujeres panameñas habían tenido una amplia participación en la lucha inquilinaria y en importantes movimientos huelguísticos, su principal lucha en esos momentos era el derecho al voto y como Arias estuvo dispuesto a reconocerlo (si bien de forma mediatizada pues sólo a las mujeres "educadas" se les concedió votar) el discurso político del feminismo panameño fue momentáneamente subsumido por el proyecto de Estado social impulsado por Arias.
El movimiento obrero tenía una presencia social, sí, pero sin una oferta política concreta y sin un discurso competidor en la arena pública. Además, las propuestas sociales de Arias ciertamente eran atractivas para la clase obrera.
Si la Constitución de 1941 no fue el resultado de un amplio proceso de participación popular es probablemente porque la sociedad civil no tenía la fortaleza para constituirse en un actor en ese proceso. Por contraste, Arnulfo Arias tenía la visión para sumar a las grandes mayorías de panameños a su proyecto, y la garra para conducir y llevar a feliz término la renovación del orden constitucional.
La Constitución de 1941 tenía graves defectos; el más prominente es la discriminación contra las etnias afroantillana y china, pues despojaba de la nacionalidad a un número importante de panameños, impedía que sus generaciones más jóvenes se incorporaran a la panameñidad y prohibía y limitaba su ingreso al país. Es allí donde muestra sus colmillos el autoritarismo que es inseparable de aquel proceso constituyente.
En conclusión: no necesitó Arnulfo Arias una norma constitucional que le dijese lo que tenía que hacer; su intuición política supo identificar claramente que el mandato popular avalaba la renovación constitucional, que era una necesidad sentida desde hacía una década. Entiende muy poco de las constituciones, de la historia y de la sociedad el que sostiene que lo que hizo Arias fue simplemente inconstitucional.
Indudablemente, el país no cuenta hoy con un liderazgo político de la calidad del de aquella coyuntura irrepetible. Sí hay, por el contrario, una sociedad civil organizada que, pese a sus debilidades, ha logrado desarrollar un liderazgo ciudadano que será un buen aliado de cualquier gobernante honesto que se atreva a actuar con responsabilidad y determinación.
Los políticos de hoy pueden buscar sumarse a ese liderazgo ciudadano o rivalizar ante el público. Lo que no pueden hacer es darse el lujo de ignorarlo.
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El Panamá América, Martes 21 de octubre de 2003
El mito del terror constituyente
Con demasiada frecuencia se lee y se oye decir que convocar a una constituyente es invocar a las fuerzas del caos y del desorden. Las metáforas son prodigiosas: una caja de Pandora, un torrente incontrolable, un tumulto perenne que inundará las calles vociferando que la constituyente le resuelva sus problemas. A juzgar por la pasión con que se demoniza a la Constituyente, la situación parece, en efecto, delicada. No se critica a la Constituyente como una chifladura cualquiera. Se le critica porque es viable, porque hay temor de que en efecto se haga. Los que se oponen a ella tienen como misión impedirla a toda costa, porque sienten amenazados sus intereses partidistas.
La propaganda y la agitación extrema en contra de la Constituyente y en defensa de lo que se considera una verdad superior -que no es más que la delgada envoltura de intereses muy particulares- produce un desequilibrio en la cantidad y calidad de las informaciones y opiniones, al punto de que la orientación del público lector es un proceso concurrente con su desorientación.
Citas textuales traídas por los cabellos, hechos históricos utilizados arbitrariamente, comparaciones infames con otros países, denuncias selectivas contra la naturaleza humana, alegaciones caprichosas sobre una supuesta inminencia del desastre que toda constituyente desencadena, detestables paralogismos sobre la imposibilidad lógica de adoptar una nueva constitución, todo cabe en este festival de falacias a que nos quieren acostumbrar los detractores de la constituyente y la quinta papeleta.
Solicito cortesía de sala para la razón y el equilibrio. Para comprender cabalmente lo que está en juego se necesita no menos de la ilustración que de la serenidad del espíritu. Hay que sacar la cuestión de la Constituyente de la fantasía retórica y de la prosopopeya y devolverla al terreno de la historia.
No ha habido en Panamá ninguna Constituyente que haya causado jamás ningún tipo de disturbio público, ni que haya sacrificado la tranquilidad de los hogares panameños en el altar de la utopía irresponsable que degenera en anarquía odiosa. Como nada malo se puede decir de la fiesta cívica que inspiraron las constituyentes de 1841 y 1904, los argumentos contra la Constituyente se concentran en los sucesos relativos a la convención de 1945 y generan una interpretación acomodaticia que falsean aquella realidad histórica.
Pensemos primero cuál era la situación del país cuando se decidió convocar a la Constituyente, por qué se planteó la constituyente como una salida, qué hizo en efecto la Constituyente, y qué de todo lo que sucedió a continuación es obra de la nueva Constitución.
Cuando el 29 de diciembre de 1944 Ricardo Adolfo De La Guardia dictó el Decreto No. 4, por medio del cual, suspendió la vigencia de la Constitución de 1941 y convocó a una Convención Nacional Constituyente, que sería elegida el primer domingo de mayo de 1945 para que iniciara sesiones el 15 de junio siguiente, tenía poco más de 38 meses (3 años 2 meses) de ejercer la primera magistratura en forma provisional, lo que constituía una flagrante violación de la Constitución que decía respetar.
Esta situación fue posible gracias a la complicidad de la Asamblea Nacional y de las dirigencias de los partidos políticos que la integraban. Regía en esa época el sistema de designados, consagrado primero por la Constitución de 1904, y luego por la Constitución de 1941. Este sistema estuvo en vigor hasta 1946, cuando la figura de los tres designados fue reemplazada por la de dos vicepresidentes, elegidos en la misma nómina con el presidente y con arreglo a los mismos requisitos.
Tras orquestar el golpe contra Arnulfo Arias, De La Guardia hizo arrestar a José Pezet, primer designado para el periodo 1940-1942. Con la connivencia de la clase política, De La Guardia, que se desempeñaba como Ministro de Gobierno y Justicia en el gabinete de Arias, fraguó una serie de componendas que lo llevaron a encargarse de la Presidencia de la República.
Al abstenerse de nombrar la lista de designados que debían reemplazar a De La Guardia, la Asamblea no sólo abdicó de su mandato constitucional, sino que pasó a cohonestar todos los desmanes que de allí en adelante perpetró De La Guardia acompañado en el gobierno de sus parientes, socios y amigos. Ante las crecientes denuncias de malversación de fondos públicos, corrupción y nepotismo, De La Guardia, a quien sus adversarios motejaron con justeza "el usurpador", no tuvo más remedio que planificar una salida ordenada para lo cual aceptó la convocatoria de una asamblea constituyente justo cuando ya la Asamblea parecía determinada a destituirlo. Los dirigentes de dos de las fuerzas políticas más decisivas de la época, Francisco Arias Paredes, del Partido Liberal Renovador, y Domingo Díaz Arosemena, del Partido Liberal Doctrinario, le acuerparon en el autogolpe y autoprórroga de su poder por seis meses más, que fue lo que significó en la práctica el Decreto 4 de 1944.
La Constituyente se había convertido en una demanda social ante la impopularidad de la Constitución de 1941 por sus normas discriminatorias sobre la nacionalidad, que condenaban a una buena cantidad de panameños a la apatridia. Una emergente sociedad civil de nuevo tipo exigía un proceso democrático para obtener un resultado cónsono con los ideales democráticos que inspiraban la época.
Cierto es que De La Guardia había contado con algo más que la simpatía de la Embajada de Estados Unidos, que nunca vio el discurso nacionalista de Arias con buenos ojos. 8 meses después de desplazar a Arias, De La Guardia entregaba al Ejército de Estados Unidos 136 "sitios de defensa" a lo largo y ancho del istmo, lo cual sumaba unas 15 mil hectáreas. Con el convenio de bases suscrito en 1942, De la Guardia aseguró el apoyo norteamericano a sus intereses particulares, antes que para el país. Pero si la situación internacional creada por la Segunda Guerra Mundial le favoreció en un principio, el advenimiento de la paz truncó sus aspiraciones de permanecer en el solio presidencial hasta el término del periodo presidencial que la Constitución de 1941 había extendido hasta 1946.
Cuando en enero de 1945, una minoría de diputados se reunió en Chivo Chivo y nombró a Jeptha B. Duncan como Primer Designado a la Presidencia de la República para desplazar de ese modo a De La Guardia, el descrédito de ambos órganos del Estado había echado raíces profundas en la mente colectiva de la nación, que sólo aguardaba la elección de los constituyentes como único método capaz de construir el tejido democrático de la institucionalidad pública. Más que ser disuelta, la Asamblea Nacional se había extinguido por inanición.
El proceso electoral de 1945 tuvo lugar en medio de la eclosión de la sociedad civil y trajo fuerzas nuevas a la palestra. Estos escrutinios fueron los primeros en los que la mujer panameña participó con igualdad de derechos; por sufragio popular dos mujeres resultaron electas a la cámara constituyente, Esther Neira de Calvo y Gumercinda Paez, quien además fungió como vicepresidenta de la Constituyente.
De los 51 integrantes, 49 pertenecían a los siete partidos políticos que participaron en el torneo, y 2 eran independientes, es decir, no postulados por partidos políticos, José Isaac Fábrega y Rosendo Jurado, elegido presidente de la Convención Constituyente. Las elecciones de 1945 son recordadas como una de las más correctas de nuestra historia política. Al día siguiente, en su editorial de 7 de mayo, El Panamá América calificó el proceso electoral como "de vitrina".
La Constituyente estuvo llamada a llenar un vacío sin precedentes en la historia panameña, de allí que gran parte de los actos de la Constituyente tuviesen como objeto materias distintas a la que estaba en principio llamada a reglamentar. Como no había Asamblea Legislativa, pues Ricardo Adolfo De La Guardia había decidido disolverla antes de que le fueran a destituir, la Constituyente actuó para suplir la ausencia de un órgano legislativo.
Para cumplir con su cometido la Constituyente contaba con un anteproyecto de Constitución elaborado por los doctores Eduardo Chiari, Ricardo J. Alfaro, y José Dolores Moscote. Este último aportó todo un capítulo nuevo relativo a las garantías constitucionales. Los constituyentes, que debatieron por espacio de nueve meses, tuvieron el buen criterio de conservar casi en su integridad el proyecto que les fue presentado al inicio de sesiones.
La nueva Constitución fue aprobada el 1 de marzo de 1946. La Constituyente optó por mantener el periodo de 4 años para las autoridades elegidas, es decir, como lo establecía la Constitución de 1904 y consideró como una especie de interregno el periodo que restaba hasta 1948 cuando debían producirse las próximas elecciones.
Al igual que lo hizo la Constitución de 1904, que fungió como Asamblea Legislativa por dos años hasta 1906, cuando fue elegido el primer Organo Legislativo de nuestra historia patria, los constituyentes decidieron transmutarse en Organo Legislativo por dos años. De igual modo renovaron el mandato presidencial de Enrique Jiménez, que había sido nombrado Presidente provisional de la República por la Constituyente en su primer día de sesiones, hasta el fin de dicho interregno.
La Constituyente dejó de existir al entrar en vigencia la Constitución. Todas las actuaciones de los constituyentes en el interregno que va hasta 1948 son las propias de una Asamblea Legislativa. Al igual que la Asamblea de Chivo Chivo, en determinado momento sobrestimaron su fuerza e intentaron darle un golpe al Presidente de la República. Al igual que el de su antecesor, este proyecto de golpe parlamentario no pasó del mero intento.
Quizás el caos de la época fue generado más por la firma del Convenio Filós Hines, por la pugna electoral entre las fuerzas de Arnulfo Arias que se enfrentaba a brazo partido contra los liberales, el desmejoramiento de la situación económica al término de la guerra, etc. Pero indudablemente no por la Constituyente.
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El Panamá América, Martes 28 de octubre de 2003
La propaganda y la agitación extrema en contra de la Constituyente y en defensa de lo que se considera una verdad superior -que no es más que la delgada envoltura de intereses muy particulares- produce un desequilibrio en la cantidad y calidad de las informaciones y opiniones, al punto de que la orientación del público lector es un proceso concurrente con su desorientación.
Citas textuales traídas por los cabellos, hechos históricos utilizados arbitrariamente, comparaciones infames con otros países, denuncias selectivas contra la naturaleza humana, alegaciones caprichosas sobre una supuesta inminencia del desastre que toda constituyente desencadena, detestables paralogismos sobre la imposibilidad lógica de adoptar una nueva constitución, todo cabe en este festival de falacias a que nos quieren acostumbrar los detractores de la constituyente y la quinta papeleta.
Solicito cortesía de sala para la razón y el equilibrio. Para comprender cabalmente lo que está en juego se necesita no menos de la ilustración que de la serenidad del espíritu. Hay que sacar la cuestión de la Constituyente de la fantasía retórica y de la prosopopeya y devolverla al terreno de la historia.
No ha habido en Panamá ninguna Constituyente que haya causado jamás ningún tipo de disturbio público, ni que haya sacrificado la tranquilidad de los hogares panameños en el altar de la utopía irresponsable que degenera en anarquía odiosa. Como nada malo se puede decir de la fiesta cívica que inspiraron las constituyentes de 1841 y 1904, los argumentos contra la Constituyente se concentran en los sucesos relativos a la convención de 1945 y generan una interpretación acomodaticia que falsean aquella realidad histórica.
Pensemos primero cuál era la situación del país cuando se decidió convocar a la Constituyente, por qué se planteó la constituyente como una salida, qué hizo en efecto la Constituyente, y qué de todo lo que sucedió a continuación es obra de la nueva Constitución.
Cuando el 29 de diciembre de 1944 Ricardo Adolfo De La Guardia dictó el Decreto No. 4, por medio del cual, suspendió la vigencia de la Constitución de 1941 y convocó a una Convención Nacional Constituyente, que sería elegida el primer domingo de mayo de 1945 para que iniciara sesiones el 15 de junio siguiente, tenía poco más de 38 meses (3 años 2 meses) de ejercer la primera magistratura en forma provisional, lo que constituía una flagrante violación de la Constitución que decía respetar.
Esta situación fue posible gracias a la complicidad de la Asamblea Nacional y de las dirigencias de los partidos políticos que la integraban. Regía en esa época el sistema de designados, consagrado primero por la Constitución de 1904, y luego por la Constitución de 1941. Este sistema estuvo en vigor hasta 1946, cuando la figura de los tres designados fue reemplazada por la de dos vicepresidentes, elegidos en la misma nómina con el presidente y con arreglo a los mismos requisitos.
Tras orquestar el golpe contra Arnulfo Arias, De La Guardia hizo arrestar a José Pezet, primer designado para el periodo 1940-1942. Con la connivencia de la clase política, De La Guardia, que se desempeñaba como Ministro de Gobierno y Justicia en el gabinete de Arias, fraguó una serie de componendas que lo llevaron a encargarse de la Presidencia de la República.
Al abstenerse de nombrar la lista de designados que debían reemplazar a De La Guardia, la Asamblea no sólo abdicó de su mandato constitucional, sino que pasó a cohonestar todos los desmanes que de allí en adelante perpetró De La Guardia acompañado en el gobierno de sus parientes, socios y amigos. Ante las crecientes denuncias de malversación de fondos públicos, corrupción y nepotismo, De La Guardia, a quien sus adversarios motejaron con justeza "el usurpador", no tuvo más remedio que planificar una salida ordenada para lo cual aceptó la convocatoria de una asamblea constituyente justo cuando ya la Asamblea parecía determinada a destituirlo. Los dirigentes de dos de las fuerzas políticas más decisivas de la época, Francisco Arias Paredes, del Partido Liberal Renovador, y Domingo Díaz Arosemena, del Partido Liberal Doctrinario, le acuerparon en el autogolpe y autoprórroga de su poder por seis meses más, que fue lo que significó en la práctica el Decreto 4 de 1944.
La Constituyente se había convertido en una demanda social ante la impopularidad de la Constitución de 1941 por sus normas discriminatorias sobre la nacionalidad, que condenaban a una buena cantidad de panameños a la apatridia. Una emergente sociedad civil de nuevo tipo exigía un proceso democrático para obtener un resultado cónsono con los ideales democráticos que inspiraban la época.
Cierto es que De La Guardia había contado con algo más que la simpatía de la Embajada de Estados Unidos, que nunca vio el discurso nacionalista de Arias con buenos ojos. 8 meses después de desplazar a Arias, De La Guardia entregaba al Ejército de Estados Unidos 136 "sitios de defensa" a lo largo y ancho del istmo, lo cual sumaba unas 15 mil hectáreas. Con el convenio de bases suscrito en 1942, De la Guardia aseguró el apoyo norteamericano a sus intereses particulares, antes que para el país. Pero si la situación internacional creada por la Segunda Guerra Mundial le favoreció en un principio, el advenimiento de la paz truncó sus aspiraciones de permanecer en el solio presidencial hasta el término del periodo presidencial que la Constitución de 1941 había extendido hasta 1946.
Cuando en enero de 1945, una minoría de diputados se reunió en Chivo Chivo y nombró a Jeptha B. Duncan como Primer Designado a la Presidencia de la República para desplazar de ese modo a De La Guardia, el descrédito de ambos órganos del Estado había echado raíces profundas en la mente colectiva de la nación, que sólo aguardaba la elección de los constituyentes como único método capaz de construir el tejido democrático de la institucionalidad pública. Más que ser disuelta, la Asamblea Nacional se había extinguido por inanición.
El proceso electoral de 1945 tuvo lugar en medio de la eclosión de la sociedad civil y trajo fuerzas nuevas a la palestra. Estos escrutinios fueron los primeros en los que la mujer panameña participó con igualdad de derechos; por sufragio popular dos mujeres resultaron electas a la cámara constituyente, Esther Neira de Calvo y Gumercinda Paez, quien además fungió como vicepresidenta de la Constituyente.
De los 51 integrantes, 49 pertenecían a los siete partidos políticos que participaron en el torneo, y 2 eran independientes, es decir, no postulados por partidos políticos, José Isaac Fábrega y Rosendo Jurado, elegido presidente de la Convención Constituyente. Las elecciones de 1945 son recordadas como una de las más correctas de nuestra historia política. Al día siguiente, en su editorial de 7 de mayo, El Panamá América calificó el proceso electoral como "de vitrina".
La Constituyente estuvo llamada a llenar un vacío sin precedentes en la historia panameña, de allí que gran parte de los actos de la Constituyente tuviesen como objeto materias distintas a la que estaba en principio llamada a reglamentar. Como no había Asamblea Legislativa, pues Ricardo Adolfo De La Guardia había decidido disolverla antes de que le fueran a destituir, la Constituyente actuó para suplir la ausencia de un órgano legislativo.
Para cumplir con su cometido la Constituyente contaba con un anteproyecto de Constitución elaborado por los doctores Eduardo Chiari, Ricardo J. Alfaro, y José Dolores Moscote. Este último aportó todo un capítulo nuevo relativo a las garantías constitucionales. Los constituyentes, que debatieron por espacio de nueve meses, tuvieron el buen criterio de conservar casi en su integridad el proyecto que les fue presentado al inicio de sesiones.
La nueva Constitución fue aprobada el 1 de marzo de 1946. La Constituyente optó por mantener el periodo de 4 años para las autoridades elegidas, es decir, como lo establecía la Constitución de 1904 y consideró como una especie de interregno el periodo que restaba hasta 1948 cuando debían producirse las próximas elecciones.
Al igual que lo hizo la Constitución de 1904, que fungió como Asamblea Legislativa por dos años hasta 1906, cuando fue elegido el primer Organo Legislativo de nuestra historia patria, los constituyentes decidieron transmutarse en Organo Legislativo por dos años. De igual modo renovaron el mandato presidencial de Enrique Jiménez, que había sido nombrado Presidente provisional de la República por la Constituyente en su primer día de sesiones, hasta el fin de dicho interregno.
La Constituyente dejó de existir al entrar en vigencia la Constitución. Todas las actuaciones de los constituyentes en el interregno que va hasta 1948 son las propias de una Asamblea Legislativa. Al igual que la Asamblea de Chivo Chivo, en determinado momento sobrestimaron su fuerza e intentaron darle un golpe al Presidente de la República. Al igual que el de su antecesor, este proyecto de golpe parlamentario no pasó del mero intento.
Quizás el caos de la época fue generado más por la firma del Convenio Filós Hines, por la pugna electoral entre las fuerzas de Arnulfo Arias que se enfrentaba a brazo partido contra los liberales, el desmejoramiento de la situación económica al término de la guerra, etc. Pero indudablemente no por la Constituyente.
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El Panamá América, Martes 28 de octubre de 2003
Constituyente a la termidor
El vocablo "termidor" es un compuesto de dos palabras griegas: thermon (cálido) y doron (regalo), y designaba al undécimo mes del calendario republicano francés, que va del 19 de julio al 17 de agosto. Es una alusión, pues, al período más caliente del verano. Fue en el año tercero de la Revolución (contada no a partir de 1789 cuando se promulgó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, sino del 14 de septiembre de 1791, fecha en que el Rey firmó la Constitución), exactamente el 9 de Termidor, cuando Robespierre fue arrestado y ejecutado por un movimiento reaccionario dentro de la Convención que, so pretexto de acabar con el Terror, puso fin a la República de la Virtud. Desde entonces la teoría política ha acuñado el término "fase termidoriana" para designar la etapa de las revoluciones que se caracteriza por el ascenso de un grupo que abandona los ideales revolucionarios en pos del mantenimiento del poder.
Para conmemorar el primer centenario de la ejecución de Robespierre, Victorien Sardou, un escritor de dramas pretenciosos y comedias livianas, escribió Thermidor, una obra de teatro de calidad muy mediocre, con algunos errores históricos y con un tono demasiado crítico de lo que fue aquel proceso histórico conocido como la Revolución Francesa. Aunque Sardou llegó a ser miembro de la Academia Francesa en años posteriores, y obtuvo éxitos con otras de sus creaciones, notablemente Fedora y La Tosca, que luego la música de Puccini inmortalizaría, lo cierto es que la representación de Thermidor fue prohibida por las autoridades francesas. Años más tarde, Sardou reconsideró su proyecto original y escribió una nueva obra, Robespierre, que alcanzó un relativo éxito a juzgar por las trece veces que fue exhibida en Broadway a principios del siglo pasado.
Pues bien, con el propósito de celebrar la puesta en escena de la original Thermidor, en 1894 un popular restaurante parisino, Chez Marie, creó una nuevo plato en su menú. Le llamó Langosta a la Termidor. Prefiero dejarle a Aristóloga la explicación de la receta, pues mi tema tiene muy poco que ver con gastronomía, y no he podido detectar ningún registro histórico en el que los constituyentes de 1945 hayan ordenado la exquisita vianda en algún restaurante de la localidad. Pero hay una relación entre los hechos históricos que dieron origen al nombre de la obra de teatro y, por tanto, a la receta, con la historia panameña de procesos constituyentes.
El golpe de Estado de 1968 fue de una naturaleza totalmente distinta a los que le habían precedido, ya sea que lo comparemos con el de Acción Comunal el 2 de enero de 1931, el de Ricardo Adolfo de La Guardia contra Arnulfo Arias el 9 de octubre de 1941, los de Remón Cantera, primero el 20 de noviembre de 1949 contra Daniel Chanis y luego nuevamente contra Arnulfo Arias el 9 de mayo de 1951, o el golpe parlamentario de 14 de enero de 1955 contra José Ramón Guizado. En todas estas ocasiones los civiles hicieron extraordinarios esfuerzos por darle una apariencia de legalidad al desplazamiento del primer mandatario manteniendo el orden constitucional.
Tras el tercer derrocamiento de Arnulfo Arias el 11 de octubre de 1968, los militares asumieron el mando de forma corporativa, pero no derogaron expresamente la Constitución de 1946, que se mantuvo agonizante durante otros cuatro años, pues un Estatuto del Gobierno Provisional firmado el 12 de octubre por los coroneles Pinilla y Urrutia, la subordinaba a dicho estatuto (lo que equivalía en esencia a derogarla).
En el tercer año de lo que sus gestores convinieron en llamar el "proceso revolucionario" o el "proceso octubrino", la Junta Provisional de Gobierno, que gobernaba por decreto y que desde que Torrijos asumió el control del movimiento, en diciembre de 1969, estuvo encabezada por Demetrio B. Lakas, dictó el Decreto de Gabinete 214 de 11 de octubre de 1971 por medio del cual se creaba una Comisión de Reformas Revolucionarias a la Constitución y se convocaba a elecciones populares para el escogimiento de una Asamblea de Representantes de Corregimientos.
Así, el primer domingo de agosto de 1972, con los partidos políticos proscritos, sin medios de comunicación independientes, ni respeto por el pluralismo ideológico -elementos indispensables para la integración de un régimen democrático- fueron electos 505 representantes de corregimiento cuya primera "gran" actuación sería precisamente la de hacer las veces de asamblea constituyente, pues sobre sus hombros recae la responsabilidad de haber aprobado la monstruosidad jurídica que significó el texto original de la Constitución de 1972, en la que su último artículo (el 277) dejaba sin efecto real todos los que le precedían, ya que le otorgaba plenos poderes a la persona de Omar Torrijos Herrera, por citar sólo la más prominente de todas las desviaciones que consagra dicho documento respecto de nuestra tradición constitucional.
Con ello logró Torrijos lo que un cuarto de siglo antes no pudo hacer Ricardo Adolfo de La Guardia, pese a sus denodados intentos: manipular a la constituyente y hacerse una Constitución a la medida. La Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos fue una entidad totalmente sumisa al poder militar, que se valió del simbolismo de los campesinos y de los habitantes de comunidades apartadas que por primera vez pretendidamente participaban en la toma de las decisiones fundamentales, para cubrir de una espúrea legitimidad el mando dictatorial y el ejercicio antidemocrático del poder del Estado.
Y es que hay que tener muy claro que así como las Constituciones no necesariamente son democráticas, los procesos constituyentes pueden estar igualmente penetrados por fuerzas contrarias a la voluntad de la mayoría ciudadana. Del proceso de aprobación de la Carta Fundamental de 1972 lo único que se puede afirmar a ciencia cierta es que fue una maniobra de los militares en el poder para perpetuarse en él. Si miramos los cien años de república independiente que en este mes celebramos como un largo proceso de construcción de la democracia, la Constitución de 1972 es la fase termidoriana del constitucionalismo panameño.
La Constitución de 1972 nunca fue aprobada por la ciudadanía, por eso es correcto decir que fue una Constitución impuesta. Los 25 miembros de la Comisión de Reformas Revolucionarias eran todos colaboradores de los militares. También lo eran los 505 representantes de corregimientos que aprobaron el texto que los primeros les presentaron sin cambiarle una sola línea.
Un somero análisis del régimen establecido en dicho documento y que funcionó en la práctica por espacio de 11 años muestra que dicha Constitución formalizó la dictadura militar de facto que la precedió, pues colocó la función de legislación en manos de la Guardia Nacional, ya que los integrantes del Consejo Nacional de Legislación, que era el organismo que propiamente legislaba, estaba integrado fundamentalmente por los que designase Omar Torrijos Herrera. La Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos no era un organismo deliberativo, sino absolutamente decorativo.
Como puede verse, la historia nos enseña que hay diversas modalidades de asamblea constituyente. La modalidad que opera en determinado período histórico no es el producto del error, ni del descuido. Es el producto de las circunstancias y de los hombres y mujeres que las hacen. No hay nada de misterioso en ello. Hagamos un proceso democrático y tendremos una constitución democrática. Si abdicamos de nuestra responsabilidad ciudadana y dejamos que los grupos en el poder decidan, entonces el resultado podría ser un engendro. Es así de sencilla la lección.
En conclusión, tengamos cuidado con los "cálidos regalos" que se ofrecen desde el poder. Alguien podría buscar servirnos la constituyente con algunos extraños ingredientes que nos podrían indigestar.
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El Panamá América, Martes 4 de noviembre de 2003
Para conmemorar el primer centenario de la ejecución de Robespierre, Victorien Sardou, un escritor de dramas pretenciosos y comedias livianas, escribió Thermidor, una obra de teatro de calidad muy mediocre, con algunos errores históricos y con un tono demasiado crítico de lo que fue aquel proceso histórico conocido como la Revolución Francesa. Aunque Sardou llegó a ser miembro de la Academia Francesa en años posteriores, y obtuvo éxitos con otras de sus creaciones, notablemente Fedora y La Tosca, que luego la música de Puccini inmortalizaría, lo cierto es que la representación de Thermidor fue prohibida por las autoridades francesas. Años más tarde, Sardou reconsideró su proyecto original y escribió una nueva obra, Robespierre, que alcanzó un relativo éxito a juzgar por las trece veces que fue exhibida en Broadway a principios del siglo pasado.
Pues bien, con el propósito de celebrar la puesta en escena de la original Thermidor, en 1894 un popular restaurante parisino, Chez Marie, creó una nuevo plato en su menú. Le llamó Langosta a la Termidor. Prefiero dejarle a Aristóloga la explicación de la receta, pues mi tema tiene muy poco que ver con gastronomía, y no he podido detectar ningún registro histórico en el que los constituyentes de 1945 hayan ordenado la exquisita vianda en algún restaurante de la localidad. Pero hay una relación entre los hechos históricos que dieron origen al nombre de la obra de teatro y, por tanto, a la receta, con la historia panameña de procesos constituyentes.
El golpe de Estado de 1968 fue de una naturaleza totalmente distinta a los que le habían precedido, ya sea que lo comparemos con el de Acción Comunal el 2 de enero de 1931, el de Ricardo Adolfo de La Guardia contra Arnulfo Arias el 9 de octubre de 1941, los de Remón Cantera, primero el 20 de noviembre de 1949 contra Daniel Chanis y luego nuevamente contra Arnulfo Arias el 9 de mayo de 1951, o el golpe parlamentario de 14 de enero de 1955 contra José Ramón Guizado. En todas estas ocasiones los civiles hicieron extraordinarios esfuerzos por darle una apariencia de legalidad al desplazamiento del primer mandatario manteniendo el orden constitucional.
Tras el tercer derrocamiento de Arnulfo Arias el 11 de octubre de 1968, los militares asumieron el mando de forma corporativa, pero no derogaron expresamente la Constitución de 1946, que se mantuvo agonizante durante otros cuatro años, pues un Estatuto del Gobierno Provisional firmado el 12 de octubre por los coroneles Pinilla y Urrutia, la subordinaba a dicho estatuto (lo que equivalía en esencia a derogarla).
En el tercer año de lo que sus gestores convinieron en llamar el "proceso revolucionario" o el "proceso octubrino", la Junta Provisional de Gobierno, que gobernaba por decreto y que desde que Torrijos asumió el control del movimiento, en diciembre de 1969, estuvo encabezada por Demetrio B. Lakas, dictó el Decreto de Gabinete 214 de 11 de octubre de 1971 por medio del cual se creaba una Comisión de Reformas Revolucionarias a la Constitución y se convocaba a elecciones populares para el escogimiento de una Asamblea de Representantes de Corregimientos.
Así, el primer domingo de agosto de 1972, con los partidos políticos proscritos, sin medios de comunicación independientes, ni respeto por el pluralismo ideológico -elementos indispensables para la integración de un régimen democrático- fueron electos 505 representantes de corregimiento cuya primera "gran" actuación sería precisamente la de hacer las veces de asamblea constituyente, pues sobre sus hombros recae la responsabilidad de haber aprobado la monstruosidad jurídica que significó el texto original de la Constitución de 1972, en la que su último artículo (el 277) dejaba sin efecto real todos los que le precedían, ya que le otorgaba plenos poderes a la persona de Omar Torrijos Herrera, por citar sólo la más prominente de todas las desviaciones que consagra dicho documento respecto de nuestra tradición constitucional.
Con ello logró Torrijos lo que un cuarto de siglo antes no pudo hacer Ricardo Adolfo de La Guardia, pese a sus denodados intentos: manipular a la constituyente y hacerse una Constitución a la medida. La Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos fue una entidad totalmente sumisa al poder militar, que se valió del simbolismo de los campesinos y de los habitantes de comunidades apartadas que por primera vez pretendidamente participaban en la toma de las decisiones fundamentales, para cubrir de una espúrea legitimidad el mando dictatorial y el ejercicio antidemocrático del poder del Estado.
Y es que hay que tener muy claro que así como las Constituciones no necesariamente son democráticas, los procesos constituyentes pueden estar igualmente penetrados por fuerzas contrarias a la voluntad de la mayoría ciudadana. Del proceso de aprobación de la Carta Fundamental de 1972 lo único que se puede afirmar a ciencia cierta es que fue una maniobra de los militares en el poder para perpetuarse en él. Si miramos los cien años de república independiente que en este mes celebramos como un largo proceso de construcción de la democracia, la Constitución de 1972 es la fase termidoriana del constitucionalismo panameño.
La Constitución de 1972 nunca fue aprobada por la ciudadanía, por eso es correcto decir que fue una Constitución impuesta. Los 25 miembros de la Comisión de Reformas Revolucionarias eran todos colaboradores de los militares. También lo eran los 505 representantes de corregimientos que aprobaron el texto que los primeros les presentaron sin cambiarle una sola línea.
Un somero análisis del régimen establecido en dicho documento y que funcionó en la práctica por espacio de 11 años muestra que dicha Constitución formalizó la dictadura militar de facto que la precedió, pues colocó la función de legislación en manos de la Guardia Nacional, ya que los integrantes del Consejo Nacional de Legislación, que era el organismo que propiamente legislaba, estaba integrado fundamentalmente por los que designase Omar Torrijos Herrera. La Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos no era un organismo deliberativo, sino absolutamente decorativo.
Como puede verse, la historia nos enseña que hay diversas modalidades de asamblea constituyente. La modalidad que opera en determinado período histórico no es el producto del error, ni del descuido. Es el producto de las circunstancias y de los hombres y mujeres que las hacen. No hay nada de misterioso en ello. Hagamos un proceso democrático y tendremos una constitución democrática. Si abdicamos de nuestra responsabilidad ciudadana y dejamos que los grupos en el poder decidan, entonces el resultado podría ser un engendro. Es así de sencilla la lección.
En conclusión, tengamos cuidado con los "cálidos regalos" que se ofrecen desde el poder. Alguien podría buscar servirnos la constituyente con algunos extraños ingredientes que nos podrían indigestar.
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El Panamá América, Martes 4 de noviembre de 2003
Pactos políticos y fantasmas jurídicos
Las fiestas del Centenario deben ser aleccionadoras en muchos sentidos. Pensemos por un momento en lo que significó para los 300 mil habitantes del istmo el pasar de la noche a la mañana de ciudadanos colombianos a ciudadanos panameños. Pensemos en sus carencias y en sus problemas. Ninguno de ellos se resolvió ni la semana siguiente, ni al año siguiente. Con toda seguridad la Nación arrastra hoy algunos de los problemas que ya le aquejaban entonces. ¿Significa eso que aquélla fue una transformación ficticia?
No voy a discutir a aquí el hecho, por lo demás obvio, que su identidad cultural estaba ya configurada bajo el signo de la panameñidad antes de la separación de Colombia. Tampoco es el momento de detenerme a explicar que existe una diferencia abismal entre poseer un sentimiento y una identidad nacionales y ser el titular de un Estado.
Tras diez décadas de vida republicana y siendo la población del istmo hoy diez veces superior a la que era entonces, debemos constatar que nuestro éxito como nación consiste en compartir la comprensión de que las soluciones a los problemas nacionales no se encuentran en una ruta alterna a la trazada con la proclamación de la Independencia. Más bien, cualquier respuesta para que sea viable debe concebirse como una continuación de aquel proyecto fundacional. Avanzar es dejar atrás, no ignorar, o descalificar, el origen.
En buena medida, las Constituciones sirven para marcar las etapas sucesivas de superación del proyecto político original. No nos lo dicen exactamente, pero nos dan una buena pista sobre las revisiones y reorientaciones que han ido tomando forma respecto del punto de partida. No podemos entender la historia panameña, sino vinculamos las realizaciones de un período con la acumulación que se fue logrando a través de las acciones y las luchas de los períodos precedentes.
Por eso es importante que coloquemos las reformas constitucionales de 1983 bajo el prisma de lo que fue la lucha contra la dictadura y las formas en que esta respondió. Una de las facetas que adoptó el combate contra el gobierno militar fue la denuncia de la Constitución torrijista de 1972. Desde el primer día, se le acusó de ilegítima, antidemocrática y autoritaria, tanto por la forma en que fue adoptada, como por sus contenidos.
Aprobados los Tratados del Canal, los militares procedieron con una "reforma" de acuerdo al procedimiento estatuido en la misma carta militarista de 1972 (artículo 140). Así en 1978, antes de cesar en sus funciones, la primera Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos, los famosos 505, aprobaron el Acto Reformatorio No.1 de 5 de octubre, mediante el cual se estableció que el Presidente y el Vicepresidente de la República serían elegidos por votación popular directa (disposición que nunca llegó a aplicarse); se varió la conformación del Consejo Nacional de Legislación, permitiéndose que una tercera parte de sus miembros fueran elegidos por votación popular (lo que no amenazaba el predominio de militares y militaristas); y, al mismo tiempo, se le quitaba a dicho Consejo la facultad de aprobar el Presupuesto del Gobierno Central, y se le asignaba al Consejo de Gabinete. Las otras disposiciones reformadas (41 artículos nuevos en total) eran de escasa trascendencia.
La segunda Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos, que tomó posesión el 11 de octubre de 1978, sin que nadie supiera en ese momento que iba a ser la última, ratificó las reformas unos días después mediante el Acto Reformatorio No. 2 de 25 de octubre. Con ello las reformas entraban en vigencia para que seis años después, en 1984, panameños y panameñas concurrieran a las urnas a elegir, por primera vez desde 1968, al primer mandatario de la nación.
Una parte importante de los cambios introducidos ese año tuvo lugar en el ámbito de la ley. Así, se reglamentaron los partidos políticos y los medios de comunicación.
En 1979, se inscribió el Partido liberal; le siguió el Partido Revolucionario Democrático, sobre cuyos orígenes hay muy poco que ya no se haya dicho. El 25 de junio de ese año salió a la calle el primer ejemplar de YA, primer diario de oposición al régimen militar.
A través de la huelga de educadores de 1979 y las protestas de los trabajadores por la aprobación de la Ley 95, se fue vertebrando una creciente oposición al gobierno. Cuando ocurrió la tragedia de Cerro Marta el 31 de julio de 1981, la suerte del régimen militar estaba echada.
Le correspondió al General Paredes y al presidente Ricardo De La Espriella acordar con los partidos políticos un reforma más profunda que la "concedida" en 1978. El 19 de noviembre de 1982, el Consejo de Gabinete nombró la Comisión Revisora de la Constitución integrada por 16 miembros, siete de los cuales provenían de ternas enviadas por cada uno de los partidos políticos existentes. El 1 de diciembre de 1982 los comisionados dieron inicio a sus labores, y tras 120 días de sesiones, Jorge Fábrega, entonces presidente del Colegio de Abogados, sobre quien además recayó la responsabilidad de presidir la Comisión Revisora, envió al Presidente de la República el "Pliego de Reformas a la Constitución".
El "Pliego" estuvo acompañado de una lista de organizaciones de la sociedad civil (de trabajadores, empresarios, indígenas, mujeres, grupos cívicos, educadores, abogados, y muchas otras, que suman cerca de la centena) que enviaron propuestas y recomendaciones que fueron consideradas por la Comisión.
El 30 de marzo de 1983 el Consejo de Gabinete expidió una resolución mediante, la cual se convocaba a un referéndum para que los ciudadanos decidieran si aprobaban o no las reformas a la Constitución de 1972 propuestas por la Comisión Revisora. Se señaló el 24 de abril para la realización de los escrutinios; es decir, medió menos de un mes, entre que se conocieron las reformas propuestas y se acudió a las urnas a votar sobre ellas. Al Tribunal Electoral se le instruyó reglamentar dichos escrutinios, lo cual hizo inmediatamente a través de una extensa reglamentación de más de 60 artículos. Pero claro, siempre había un pequeño grupo que se oponía y que además demandó la inconstitucionalidad de todo el proceso.
Con inusual premura, la Corte Suprema expidió su fallo tres días antes de que se celebrase el torneo, y avaló la reforma tal como se había planteado. El máximo tribunal de justicia se fundamentó en que las Constituciones son pactos políticos que expresan una voluntad nacional. Como el voto del electorado es un medio eficiente para constatar la existencia de dicha voluntad, todos los pasos intermedios que se den para alcanzar ese fin son igualmente constitucionales.
El domingo 24 de abril más de medio millón de panameños y panameñas concurrieron a depositar su voto con el siguiente resultado: 476 mil 716 votos afirmativos, 66 mil 447 votos negativos. En una relación de 7 a 1, triunfó el movimiento a favor de las reformas, lo que es un claro indicativo del apoyo que concitaba su contenido.
Resumamos de qué fuerzas estaba hecho el poder constituyente de ese momento: del mando de la Guardia Nacional, del liderazgo del poder civil de turno, de la aquiescencia de los llamados sectores populares agrupados en torno a la Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos, del consenso entre los partidos políticos (los cuales abarcaban un amplio espectro de opciones ideológicas), de la participación de la sociedad civil, y del voto ampliamente mayoritario del electorado. No tenía entonces ningún sentido invocar la violación de las reglas contenidas en la cláusula reformatoria de la Constitución. Los que hoy sostienen que la quinta papeleta, que no es más que una consulta, es inconstitucional, no se dan cuenta que la Constitución que tanto parecen defender fue el fruto de la violación de esas mismas reglas. Si el criterio de los detractores de la quinta papeleta se aplicase a la actual Constitución, tendríamos que concluir que la actual Constitución es nula y que debe aplicarse la Constitución de 1972, tal como fue reformada en 1978.
Este es el absurdo al que se llega cuando se agita el fantasmita jurídico de que "las autoridades sólo pueden hacer lo que les autorizan las leyes" para impedir la formación de un pacto político a nivel nacional.
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El Panamá América, Martes 11 de noviembre de 2003
No voy a discutir a aquí el hecho, por lo demás obvio, que su identidad cultural estaba ya configurada bajo el signo de la panameñidad antes de la separación de Colombia. Tampoco es el momento de detenerme a explicar que existe una diferencia abismal entre poseer un sentimiento y una identidad nacionales y ser el titular de un Estado.
Tras diez décadas de vida republicana y siendo la población del istmo hoy diez veces superior a la que era entonces, debemos constatar que nuestro éxito como nación consiste en compartir la comprensión de que las soluciones a los problemas nacionales no se encuentran en una ruta alterna a la trazada con la proclamación de la Independencia. Más bien, cualquier respuesta para que sea viable debe concebirse como una continuación de aquel proyecto fundacional. Avanzar es dejar atrás, no ignorar, o descalificar, el origen.
En buena medida, las Constituciones sirven para marcar las etapas sucesivas de superación del proyecto político original. No nos lo dicen exactamente, pero nos dan una buena pista sobre las revisiones y reorientaciones que han ido tomando forma respecto del punto de partida. No podemos entender la historia panameña, sino vinculamos las realizaciones de un período con la acumulación que se fue logrando a través de las acciones y las luchas de los períodos precedentes.
Por eso es importante que coloquemos las reformas constitucionales de 1983 bajo el prisma de lo que fue la lucha contra la dictadura y las formas en que esta respondió. Una de las facetas que adoptó el combate contra el gobierno militar fue la denuncia de la Constitución torrijista de 1972. Desde el primer día, se le acusó de ilegítima, antidemocrática y autoritaria, tanto por la forma en que fue adoptada, como por sus contenidos.
Aprobados los Tratados del Canal, los militares procedieron con una "reforma" de acuerdo al procedimiento estatuido en la misma carta militarista de 1972 (artículo 140). Así en 1978, antes de cesar en sus funciones, la primera Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos, los famosos 505, aprobaron el Acto Reformatorio No.1 de 5 de octubre, mediante el cual se estableció que el Presidente y el Vicepresidente de la República serían elegidos por votación popular directa (disposición que nunca llegó a aplicarse); se varió la conformación del Consejo Nacional de Legislación, permitiéndose que una tercera parte de sus miembros fueran elegidos por votación popular (lo que no amenazaba el predominio de militares y militaristas); y, al mismo tiempo, se le quitaba a dicho Consejo la facultad de aprobar el Presupuesto del Gobierno Central, y se le asignaba al Consejo de Gabinete. Las otras disposiciones reformadas (41 artículos nuevos en total) eran de escasa trascendencia.
La segunda Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos, que tomó posesión el 11 de octubre de 1978, sin que nadie supiera en ese momento que iba a ser la última, ratificó las reformas unos días después mediante el Acto Reformatorio No. 2 de 25 de octubre. Con ello las reformas entraban en vigencia para que seis años después, en 1984, panameños y panameñas concurrieran a las urnas a elegir, por primera vez desde 1968, al primer mandatario de la nación.
Una parte importante de los cambios introducidos ese año tuvo lugar en el ámbito de la ley. Así, se reglamentaron los partidos políticos y los medios de comunicación.
En 1979, se inscribió el Partido liberal; le siguió el Partido Revolucionario Democrático, sobre cuyos orígenes hay muy poco que ya no se haya dicho. El 25 de junio de ese año salió a la calle el primer ejemplar de YA, primer diario de oposición al régimen militar.
A través de la huelga de educadores de 1979 y las protestas de los trabajadores por la aprobación de la Ley 95, se fue vertebrando una creciente oposición al gobierno. Cuando ocurrió la tragedia de Cerro Marta el 31 de julio de 1981, la suerte del régimen militar estaba echada.
Le correspondió al General Paredes y al presidente Ricardo De La Espriella acordar con los partidos políticos un reforma más profunda que la "concedida" en 1978. El 19 de noviembre de 1982, el Consejo de Gabinete nombró la Comisión Revisora de la Constitución integrada por 16 miembros, siete de los cuales provenían de ternas enviadas por cada uno de los partidos políticos existentes. El 1 de diciembre de 1982 los comisionados dieron inicio a sus labores, y tras 120 días de sesiones, Jorge Fábrega, entonces presidente del Colegio de Abogados, sobre quien además recayó la responsabilidad de presidir la Comisión Revisora, envió al Presidente de la República el "Pliego de Reformas a la Constitución".
El "Pliego" estuvo acompañado de una lista de organizaciones de la sociedad civil (de trabajadores, empresarios, indígenas, mujeres, grupos cívicos, educadores, abogados, y muchas otras, que suman cerca de la centena) que enviaron propuestas y recomendaciones que fueron consideradas por la Comisión.
El 30 de marzo de 1983 el Consejo de Gabinete expidió una resolución mediante, la cual se convocaba a un referéndum para que los ciudadanos decidieran si aprobaban o no las reformas a la Constitución de 1972 propuestas por la Comisión Revisora. Se señaló el 24 de abril para la realización de los escrutinios; es decir, medió menos de un mes, entre que se conocieron las reformas propuestas y se acudió a las urnas a votar sobre ellas. Al Tribunal Electoral se le instruyó reglamentar dichos escrutinios, lo cual hizo inmediatamente a través de una extensa reglamentación de más de 60 artículos. Pero claro, siempre había un pequeño grupo que se oponía y que además demandó la inconstitucionalidad de todo el proceso.
Con inusual premura, la Corte Suprema expidió su fallo tres días antes de que se celebrase el torneo, y avaló la reforma tal como se había planteado. El máximo tribunal de justicia se fundamentó en que las Constituciones son pactos políticos que expresan una voluntad nacional. Como el voto del electorado es un medio eficiente para constatar la existencia de dicha voluntad, todos los pasos intermedios que se den para alcanzar ese fin son igualmente constitucionales.
El domingo 24 de abril más de medio millón de panameños y panameñas concurrieron a depositar su voto con el siguiente resultado: 476 mil 716 votos afirmativos, 66 mil 447 votos negativos. En una relación de 7 a 1, triunfó el movimiento a favor de las reformas, lo que es un claro indicativo del apoyo que concitaba su contenido.
Resumamos de qué fuerzas estaba hecho el poder constituyente de ese momento: del mando de la Guardia Nacional, del liderazgo del poder civil de turno, de la aquiescencia de los llamados sectores populares agrupados en torno a la Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos, del consenso entre los partidos políticos (los cuales abarcaban un amplio espectro de opciones ideológicas), de la participación de la sociedad civil, y del voto ampliamente mayoritario del electorado. No tenía entonces ningún sentido invocar la violación de las reglas contenidas en la cláusula reformatoria de la Constitución. Los que hoy sostienen que la quinta papeleta, que no es más que una consulta, es inconstitucional, no se dan cuenta que la Constitución que tanto parecen defender fue el fruto de la violación de esas mismas reglas. Si el criterio de los detractores de la quinta papeleta se aplicase a la actual Constitución, tendríamos que concluir que la actual Constitución es nula y que debe aplicarse la Constitución de 1972, tal como fue reformada en 1978.
Este es el absurdo al que se llega cuando se agita el fantasmita jurídico de que "las autoridades sólo pueden hacer lo que les autorizan las leyes" para impedir la formación de un pacto político a nivel nacional.
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El Panamá América, Martes 11 de noviembre de 2003
¿Por qué fracasan las reformas?
Uno de los argumentos más atractivos para restarle fuerzas al movimiento por la Constituyente es la mayor eficiencia del procedimiento para reformarla.
Se refieren al primero de los métodos establecidos en la Constitución, el que establece que las reformas pueden ser introducidas mediante dos asambleas. De acuerdo a este método, la Asamblea Legislativa actual aprobaría los artículos que desean introducirse y la próxima asamblea, la elegida en mayo de 2004 y que toma posesión el 1 de septiembre siguiente, ratificaría lo actuado por la asamblea saliente. Recibida esta segunda aprobación, los cambios entrarían en vigencia inmediatamente, o cuando así lo estipule el texto aprobado.
La eficiencia de este método consiste en que así no nos gastamos la plata imprimiendo papeletas -el papel cuesta y, señores, ¡hay que economizar!- ni en elección de constituyentes -que, aunque no cobren, algo siempre van a costar-, ni en sesiones y debates sobre qué es la democracia y cómo se come. ¡Qué eficiencia!
También se dice que es una alternativa más realista. Podríamos empezar a trabajar ya en la elaboración de la reforma, y ¡zas! -en un santiamén- tenemos la reforma hecha y con un poquito de buena voluntad la aprueban los legisladores y entonces tendríamos que esperar otro poquito -hasta septiembre, no más- para que la nueva asamblea le dé su bendición final. Y con eso ya solucionamos la crisis política: ¡Qué realismo!
Entonces, ¿por qué no irse por el camino de la reforma? Es que hay algún impedimiento para cambiar todo lo que sea necesario cambiar por la vía señalada?
La única afirmación jurídica que cabe hacer es que no hay nada que impida utilizar este método, para reformar diez, veinte o la totalidad de los 320 artículos que componen la actual Constitución. Como toda obra humana es perfectible, siempre se le puede encontrar algo que mejorar a cada una de las disposiciones que integran la actual Carta Magna y reformarlos todos ,si esto es lo que se quiere. Se puede cambiar el nombre del país y hasta el de la Constitución. Todo lo que se quiera cambiar por la vía de reforma se puede, en abstracto, cambiar. El derecho no es pues el obstáculo.
¿Dónde está el problema entonces? ¿Es esta la primera vezque esto se plantea? Recuperemos un episodio del pasado reciente para entender la propuesta. Recordemos qué ocurrió con las iniciativas de reforma constitucional que intentaron ahorrarnos el "trauma" de la Constituyente. Los que asumieron la jefatura del gobierno post-invasión no consideraron que había llegado el momento de iniciar un proceso fundacional de una nueva república. Antes bien, acordaron y expidieron un Estatuto de Pleno Retorno a la Constitucionalidad en el que asumieron como propia la Constitución hecha y reformada por los militares dos veces, la segunda con participación de los partidos políticos.
Reconocedores de la necesidad de realizar ciertos ajustes al texto constitucional para que la carta fundamental concordase con los intereses hegemónicos del momento, los miembros del Partido Demócrata Cristiano, que dominaba importantes sectores del gobierno y contaba con una mayoría legislativa, promovieron una reforma de la Constitución utilizando el segundo método de la cláusula reformatoria, es decir por el método de las dos legislaturas más un referéndum. Así, El 30 de junio de 1992 la Asamblea Legislativa aprobó el Acto Legislativo No. 1, mediante el cual se modificaron 58 artículos de la Constitución. Dicho acto fue ratificado en la legislatura siguiente, y sometido a referéndum el 15 de noviembre del mismo año.
Aunque el leitmotiv de la reforma fue la proscripción constitucional del ejército, con lo cual no parecía haber desacuerdo, el electorado se presentó a los escrutinios en un porcentaje muy bajo (cerca del 40%), y las reformas fueron ampliamente derrotadas (por margen de 2 a 1, aproximadamente). ¿Qué había en ese paquete de reformas que la gente consideró que no merecía su apoyo? Es difícil saberlo, pero con seguridad fueron varios los motivos que indujeron al rechazo.
Esas reformas contemplaban la ampliación de la inmunidad legislativa. El régimen vigente entonces -que es el mismo hoy- señalaba que los legisladores serían inmunes durante la legislatura y 5 días antes y 5 después de la misma. La reforma proponía que fuesen inmunes durante los 5 años completos del periodo para el cual fueron electos. Los militantes de la estrella verde que entonces aprobaron y promovieron estas reformas no son los mismos que, bajo la nueva insignia del Partido Popular, se encuentran hoy en la Asamblea, de manera que no sería justo el reprocharles que en tan poco tiempo hayan cambiado de opinión.
Sí sería interesante que alquien explicase si hubo alguna relación entre las reformas constitucionales en proyecto y las modificaciones al reglamento interno del Órgano Legislativo aprobadas mediante Ley 7 de 27 de mayo de 1992, que introducían una serie de privilegios como, por ejemplo, la consignación de fianza por parte de ciudadanos que quisiesen denunciar los delitos cometidos por los legisladores y la presentación obligatoria de pruebas como condición ineludible para poder iniciar la instrucción de un sumario cuando el investigado sea un legislador. Dicha ley también introdujo una serie de "prerrogativas" para los miembros de la Asamblea, que son las que hoy constituyen parte de esa imagen de inmerecido privilegio y condenable despilfarro con que una buena parte de la ciudadanía asocia el hemiciclo legislativo.
El mensaje que la ciudadanía envió al rechazar las reformas no fue el mismo que recibieron los legisladores. Con su rechazo la ciudadanía descalificó el intento de servirse del Estado; lo que los legisladores aprendieron fue a no contar con el voto ciudadano para efectuar reformas constitucionales."La gente no entiende", todavía dicen.
En diciembre de 1993 la misma Asamblea preparó un paquete de reformas que introducía un título Constitucional con unas pocas disposiciones sobre el Canal de Panamá. En 1994 los legisladores aprobaron otros dos paquetes de reformas constitucionales, el primero contenía la llamada "proscripción constitucional del ejército" (que nunca fue regulado o siquiera mencionado en el ámbito constitucional y del que en la práctica ya no quedaban ni las cenizas) y muchas de las disposiciones rechazadas por el electorado en el referéndum de 1992. El tercer acto legislativo introducía como método de reforma constitucional la asamblea constituyente paralela.
Cuando los legisladores del período 1994-1999 tomaron posesión procedieron a aprobar los dos primeros paquetes de reforma; el tercero lo rechazaron, porque equivalía a colocarse una espada de Damocles permanentemente sobre su cabeza. ¿Por qué debemos creer que los legisladores que salgan electos en mayo de 2004 -que nadie sabe quiénes serán- actuarán de modo diferente?
Quizás podrían actuar de modo diferente si la Asamblea Constituyente no fuese solo un método de reforma que se espera incorporar a la Constitución. Si la convocatoria a la constituyente es una mandato popular expresado en las urnas el mismo día que son elegidos los representantes políticos para el próximo período; si hacemos de los mandatos un solo proyecto político, quizás los legisladores sientan una mayor necesidad de ratificar el cambio constitucional propuesto.
Los legisladores electos el mismo día en que se expresa la voluntad popular a favor de una constituyente, no serían como una asamblea cualquiera; serían los llamados a desarrollar en forma de leyes los principios y las acciones fundamentales recogidos en la nueva Constitución.
Para constituir ese mandato se requiere de la "quinta papeleta", que no es más que una consulta en donde la gente podrá expresar una opinión en torno a la actual Constitución. Es perfectamente democrático opinar que una Constituyente no es la mejor opción. Es totalmente antidemocrático impedir que el electorado pueda expresarse sobre uno de los asuntos que le compete por excelencia.
Ojalá que no se repita la situación de un gobierno que cree que puede impulsar él solo una reforma constitucional, porque volveremos entonces a reeditar un capítulo más de despilfarro y frustación, tal como ocurrió en 1992.
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El Panamá América, Martes 18 de noviembre de 2003
Se refieren al primero de los métodos establecidos en la Constitución, el que establece que las reformas pueden ser introducidas mediante dos asambleas. De acuerdo a este método, la Asamblea Legislativa actual aprobaría los artículos que desean introducirse y la próxima asamblea, la elegida en mayo de 2004 y que toma posesión el 1 de septiembre siguiente, ratificaría lo actuado por la asamblea saliente. Recibida esta segunda aprobación, los cambios entrarían en vigencia inmediatamente, o cuando así lo estipule el texto aprobado.
La eficiencia de este método consiste en que así no nos gastamos la plata imprimiendo papeletas -el papel cuesta y, señores, ¡hay que economizar!- ni en elección de constituyentes -que, aunque no cobren, algo siempre van a costar-, ni en sesiones y debates sobre qué es la democracia y cómo se come. ¡Qué eficiencia!
También se dice que es una alternativa más realista. Podríamos empezar a trabajar ya en la elaboración de la reforma, y ¡zas! -en un santiamén- tenemos la reforma hecha y con un poquito de buena voluntad la aprueban los legisladores y entonces tendríamos que esperar otro poquito -hasta septiembre, no más- para que la nueva asamblea le dé su bendición final. Y con eso ya solucionamos la crisis política: ¡Qué realismo!
Entonces, ¿por qué no irse por el camino de la reforma? Es que hay algún impedimiento para cambiar todo lo que sea necesario cambiar por la vía señalada?
La única afirmación jurídica que cabe hacer es que no hay nada que impida utilizar este método, para reformar diez, veinte o la totalidad de los 320 artículos que componen la actual Constitución. Como toda obra humana es perfectible, siempre se le puede encontrar algo que mejorar a cada una de las disposiciones que integran la actual Carta Magna y reformarlos todos ,si esto es lo que se quiere. Se puede cambiar el nombre del país y hasta el de la Constitución. Todo lo que se quiera cambiar por la vía de reforma se puede, en abstracto, cambiar. El derecho no es pues el obstáculo.
¿Dónde está el problema entonces? ¿Es esta la primera vezque esto se plantea? Recuperemos un episodio del pasado reciente para entender la propuesta. Recordemos qué ocurrió con las iniciativas de reforma constitucional que intentaron ahorrarnos el "trauma" de la Constituyente. Los que asumieron la jefatura del gobierno post-invasión no consideraron que había llegado el momento de iniciar un proceso fundacional de una nueva república. Antes bien, acordaron y expidieron un Estatuto de Pleno Retorno a la Constitucionalidad en el que asumieron como propia la Constitución hecha y reformada por los militares dos veces, la segunda con participación de los partidos políticos.
Reconocedores de la necesidad de realizar ciertos ajustes al texto constitucional para que la carta fundamental concordase con los intereses hegemónicos del momento, los miembros del Partido Demócrata Cristiano, que dominaba importantes sectores del gobierno y contaba con una mayoría legislativa, promovieron una reforma de la Constitución utilizando el segundo método de la cláusula reformatoria, es decir por el método de las dos legislaturas más un referéndum. Así, El 30 de junio de 1992 la Asamblea Legislativa aprobó el Acto Legislativo No. 1, mediante el cual se modificaron 58 artículos de la Constitución. Dicho acto fue ratificado en la legislatura siguiente, y sometido a referéndum el 15 de noviembre del mismo año.
Aunque el leitmotiv de la reforma fue la proscripción constitucional del ejército, con lo cual no parecía haber desacuerdo, el electorado se presentó a los escrutinios en un porcentaje muy bajo (cerca del 40%), y las reformas fueron ampliamente derrotadas (por margen de 2 a 1, aproximadamente). ¿Qué había en ese paquete de reformas que la gente consideró que no merecía su apoyo? Es difícil saberlo, pero con seguridad fueron varios los motivos que indujeron al rechazo.
Esas reformas contemplaban la ampliación de la inmunidad legislativa. El régimen vigente entonces -que es el mismo hoy- señalaba que los legisladores serían inmunes durante la legislatura y 5 días antes y 5 después de la misma. La reforma proponía que fuesen inmunes durante los 5 años completos del periodo para el cual fueron electos. Los militantes de la estrella verde que entonces aprobaron y promovieron estas reformas no son los mismos que, bajo la nueva insignia del Partido Popular, se encuentran hoy en la Asamblea, de manera que no sería justo el reprocharles que en tan poco tiempo hayan cambiado de opinión.
Sí sería interesante que alquien explicase si hubo alguna relación entre las reformas constitucionales en proyecto y las modificaciones al reglamento interno del Órgano Legislativo aprobadas mediante Ley 7 de 27 de mayo de 1992, que introducían una serie de privilegios como, por ejemplo, la consignación de fianza por parte de ciudadanos que quisiesen denunciar los delitos cometidos por los legisladores y la presentación obligatoria de pruebas como condición ineludible para poder iniciar la instrucción de un sumario cuando el investigado sea un legislador. Dicha ley también introdujo una serie de "prerrogativas" para los miembros de la Asamblea, que son las que hoy constituyen parte de esa imagen de inmerecido privilegio y condenable despilfarro con que una buena parte de la ciudadanía asocia el hemiciclo legislativo.
El mensaje que la ciudadanía envió al rechazar las reformas no fue el mismo que recibieron los legisladores. Con su rechazo la ciudadanía descalificó el intento de servirse del Estado; lo que los legisladores aprendieron fue a no contar con el voto ciudadano para efectuar reformas constitucionales."La gente no entiende", todavía dicen.
En diciembre de 1993 la misma Asamblea preparó un paquete de reformas que introducía un título Constitucional con unas pocas disposiciones sobre el Canal de Panamá. En 1994 los legisladores aprobaron otros dos paquetes de reformas constitucionales, el primero contenía la llamada "proscripción constitucional del ejército" (que nunca fue regulado o siquiera mencionado en el ámbito constitucional y del que en la práctica ya no quedaban ni las cenizas) y muchas de las disposiciones rechazadas por el electorado en el referéndum de 1992. El tercer acto legislativo introducía como método de reforma constitucional la asamblea constituyente paralela.
Cuando los legisladores del período 1994-1999 tomaron posesión procedieron a aprobar los dos primeros paquetes de reforma; el tercero lo rechazaron, porque equivalía a colocarse una espada de Damocles permanentemente sobre su cabeza. ¿Por qué debemos creer que los legisladores que salgan electos en mayo de 2004 -que nadie sabe quiénes serán- actuarán de modo diferente?
Quizás podrían actuar de modo diferente si la Asamblea Constituyente no fuese solo un método de reforma que se espera incorporar a la Constitución. Si la convocatoria a la constituyente es una mandato popular expresado en las urnas el mismo día que son elegidos los representantes políticos para el próximo período; si hacemos de los mandatos un solo proyecto político, quizás los legisladores sientan una mayor necesidad de ratificar el cambio constitucional propuesto.
Los legisladores electos el mismo día en que se expresa la voluntad popular a favor de una constituyente, no serían como una asamblea cualquiera; serían los llamados a desarrollar en forma de leyes los principios y las acciones fundamentales recogidos en la nueva Constitución.
Para constituir ese mandato se requiere de la "quinta papeleta", que no es más que una consulta en donde la gente podrá expresar una opinión en torno a la actual Constitución. Es perfectamente democrático opinar que una Constituyente no es la mejor opción. Es totalmente antidemocrático impedir que el electorado pueda expresarse sobre uno de los asuntos que le compete por excelencia.
Ojalá que no se repita la situación de un gobierno que cree que puede impulsar él solo una reforma constitucional, porque volveremos entonces a reeditar un capítulo más de despilfarro y frustación, tal como ocurrió en 1992.
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El Panamá América, Martes 18 de noviembre de 2003
Antinomias en la obra de César Quintero
César Quintero fue uno de los grandes panameños en nuestros primeros cien años de República. Educador consagrado, jurista sin par, intelectual comprometido con la democracia, servidor público ejemplar, lector incansable, conferencista de lujo, conversador exquisito, impartía generosamente sus amables consejos y sus agudas observaciones entre amigos, colegas y estudiantes.
Con frecuencia dio entrevistas a los medios manifestando públicamente sus opiniones sobre las cuestiones fundamentales que agitaban la vida de la nación. Es lógico entonces que hoy, cuando nos enfrentamos a una encrucijada en el devenir histórico de la República, echemos de menos su voz orientadora. ¿Qué habría dicho César Quintero sobre la quinta papeleta? ¿Habría apoyado la convocatoria a una asamblea constituyente, o habría preferido que la actual Asamblea Legislativa produjera una serie de cambios parciales al texto constitucional?
Algunos se apresurarán a recordar las últimas opiniones que el maestro vertió y querrán convencer a los demás que César Quintero se habría colocado en ésta o aquella posición del actual debate. Sugiero que en vez de intentar manipular la memoria de quien fue quizás una de las inteligencias más honestas de la nación panameña, acudiendo a retazos de pensamientos emitidos al calor del diálogo y la palabra hablada, busquemos entender su legado a través de la lectura de sus escritos, los cuales ocupan las seis últimas décadas del siglo que en estas fiestas celebramos.
La obra de César Quintero, conocida mas no estudiada, citada con frecuencia por la extraordinaria sencillez de su lenguaje, pero raramente comprendida en la complejidad de sus conceptos, recoge sin lugar a dudas las preocupaciones fundamentales de la vida política y constitucional de la nación durante la segunda parte del siglo XX, al tiempo que expresa las respuestas con que la mentalidad panameña fue encarando las vicisitudes de su propio destino.
El Dr. Quintero no escribió sus libros a partir de otros libros. Sus manuales y sus artículos, sus investigaciones académicas y sus intervenciones públicas son la expresión vibrante de un hombre que lo tocó vivir la historia y desempeñar con responsabilidad su misión en ella. Medidas por el impacto que causaron, sus dos más grandes obras son Principios de Ciencia Política (1946, revisada en 1952 y 1962) y Derecho Constitucional - Tomo I (1966). Si tomamos en cuenta las generaciones de panameños que se han formado y se siguen formando hoy al influjo de dichas páginas, concluiremos que Panamá ha heredado buena parte de su forma de pensar en esta materia de las enseñanzas del ilustre catedrático. Antes de convertirse en el oráculo del constitucionalismo panameño, César Quintero fue un pensador político. Así lo atestiguan los Principios, obra formada académicamente por sus estudios de maestría en la Universidad de Georgetown, pero jalonada por los hechos en torno a los cuales el país se abocó a un proceso constituyente, precedido y sucedido por golpes de Estado y fraudes electorales.
El Derecho Constitucional, por el contrario, fue el producto del remanso de la democracia liberal que tuvo lugar en Panamá entre 1956 y 1967. Su obra jurídico-constitucional es una interpretación del canon normativo de la Carta de 1946, y tiene por esa razón una aplicación limitada. El derecho constitucional no reflexiona sobre lo que es una Constitución, ni nos dice cuando el Estado y la sociedad deben abocarse a un proceso constituyente. Esta es una tarea propia de la Ciencia Política, disciplina que, de acuerdo a las lecciones que impartió César Quintero, estudia el Estado. Así, el Capítulo XXV de los Principios desarrolla lo relativo a “Las Constituciones”. Allí Quintero expone una teoría de la Constitución de la cual nunca se desdijo y que conecta sin fisuras con el opúsculo Crítica a la Teoría Tradicional del Poder Constituyente, escrito más de cuatro décadas después, en el que el maestro desarrolla de forma robusta una teoría constitucional realista, novedosa y propositiva.
En los Principios, Quintero abordó directamente la cuestión de “El procedimiento recomendable para adoptar una nueva Constitución”. Bajo dicho epígrafe el maestro expresó los siguientes conceptos: “... el Gobierno de un Estado que opta por tomar tan delicada y trascendental iniciativa debiera ceñirse al siguiente procedimiento: 1º- Consulta popular previa, para establecer si el pueblo favorece el cambio constitucional; 2º- Convocatoria a una Convención Constituyente, si el resultado del plebiscito ha sido favorable; 3º- Elección popular de la Convención Constituyente en un ambiente de absoluta libertad y honradez electorales; 4º- Redacción y aprobación de la nueva Constitución por dicha Convención Constituyente; 5º- Disolución de dicha Convención tan pronto haya entrado en vigencia la nueva Ley Fundamental; 6º- Elección subsecuente de la Asamblea Legislativa y del Presidente de la República, en la forma y dentro de los términos prescritos por la nueva Constitución.”
Quintero remata el enunciado anterior con este apotegma: “Este sería el único método decoroso y democrático de establecer una nueva Constitución.” A continuación, el autor critica con dureza a las asambleas legislativas que pretenden asumir funciones constituyentes, lo cual es una alusión a los hechos del 12 de julio de 1948 cuando la Asamblea Legislativa de ese entonces decide efectuar un golpe de mano para impedir el ascenso al poder de Arnulfo Arias y recurre al insólito expediente de retomar su carácter de Asamblea Constituyente, extinguido hacía ya más de dos años. Como sabemos, la audacia de los diputados del ‘48 no pasó del intento, pero dejó su huella en la obra de César Quintero.
En este contexto vale la pena aclarar el juicio del maestro sobre las reformas de 1983. Al compararlas con las reformas de 1978, Quintero señaló el carácter sustantivo de los cambios introducidos en 1983. En su ensayo Evolución Constitucional de Panamá (1986), Quintero calificó la situación constitucional del país como anómala, porque “el nuevo documento constitucional es formal e ideológicamente análogo a la demoliberal Constitución de 1946. Pero no está funcionando como aquella funcionó, porque la correlación de fuerzas políticas existentes es bien distinta a la de aquel entonces. En consecuencia, estamos frente a una Constitución esencialmente nominal e inoperante. Las transformaciones nacionales venideras determinarán si eventualmente llega a adquirir auténtico carácter normativo; o si, a su vez, habrá de ser sustituida por otra, ya sea de signo liberal y democrático, o bien autocrático y autoritario.”
César Quintero nunca pensó que dicha Constitución era el instrumento normativo que el país requería para consolidar la democracia en la era post invasión. Prueba de ello la encontramos en su apoyo al referendo de 1992 como una posibilidad real de operar cambios de sentido pragmático, pero importantes, en el texto de 1983. Uno de ellos fue la introducción de un tercer método de reforma de la Carta Magna, el cual permitiría convocar a una Convención Constituyente. Pero dicho método no se propuso con la finalidad de expedir una nueva ley fundamental.
Quintero siempre le profesó admiración a la Constitución argentina de 1853, entre otras cosas, porque permitía que el momento político utilizase el método de la Constituyente para reformar la Carta Fundamental, el cual es definitivamente la forma más democrática de reformar una Constitución.
Para César Quintero toda Constituyente se desempeña con las limitaciones propias del momento político que las ve nacer y de acuerdo a un conjunto de reglas procedimentales expedidas por los poderes constituidos. No hay tal cosa, pues, como una Asamblea Constituyente que sea soberana y tenga un poder absoluto. Soberano es sólo el pueblo, la asamblea o convención constituyente actúa sobre la base de un mandato.
En el opúsculo Crítica a la Teoría Tradicional del Poder Constituyente, Quintero afirma que “la potestad constituyente no debe ser ejercida por un solo órgano, aun cuando este sea una convención constituyente o el propio electorado. Dicha función extraordinaria debe ser compartida y controlada recíprocamente por diferentes órganos del Estado”.
La quinta papeleta no es más que la consulta previa de la que hablan los Principios de Ciencia Política, como requisito sine qua non para adoptar una nueva Constitución por un procedimiento democrático. La forma como la sociedad panameña se ha abocado a generar consensos en torno a una nueva propuesta constitucional, en la que participan los poderes constituidos y la sociedad civil, evidencia la maduración de una conciencia política y constitucional, recogida y articulada por quien fue uno de los mejores hijos de nuestra patria.
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El Panamá América, Martes 25 de noviembre de 2003
Con frecuencia dio entrevistas a los medios manifestando públicamente sus opiniones sobre las cuestiones fundamentales que agitaban la vida de la nación. Es lógico entonces que hoy, cuando nos enfrentamos a una encrucijada en el devenir histórico de la República, echemos de menos su voz orientadora. ¿Qué habría dicho César Quintero sobre la quinta papeleta? ¿Habría apoyado la convocatoria a una asamblea constituyente, o habría preferido que la actual Asamblea Legislativa produjera una serie de cambios parciales al texto constitucional?
Algunos se apresurarán a recordar las últimas opiniones que el maestro vertió y querrán convencer a los demás que César Quintero se habría colocado en ésta o aquella posición del actual debate. Sugiero que en vez de intentar manipular la memoria de quien fue quizás una de las inteligencias más honestas de la nación panameña, acudiendo a retazos de pensamientos emitidos al calor del diálogo y la palabra hablada, busquemos entender su legado a través de la lectura de sus escritos, los cuales ocupan las seis últimas décadas del siglo que en estas fiestas celebramos.
La obra de César Quintero, conocida mas no estudiada, citada con frecuencia por la extraordinaria sencillez de su lenguaje, pero raramente comprendida en la complejidad de sus conceptos, recoge sin lugar a dudas las preocupaciones fundamentales de la vida política y constitucional de la nación durante la segunda parte del siglo XX, al tiempo que expresa las respuestas con que la mentalidad panameña fue encarando las vicisitudes de su propio destino.
El Dr. Quintero no escribió sus libros a partir de otros libros. Sus manuales y sus artículos, sus investigaciones académicas y sus intervenciones públicas son la expresión vibrante de un hombre que lo tocó vivir la historia y desempeñar con responsabilidad su misión en ella. Medidas por el impacto que causaron, sus dos más grandes obras son Principios de Ciencia Política (1946, revisada en 1952 y 1962) y Derecho Constitucional - Tomo I (1966). Si tomamos en cuenta las generaciones de panameños que se han formado y se siguen formando hoy al influjo de dichas páginas, concluiremos que Panamá ha heredado buena parte de su forma de pensar en esta materia de las enseñanzas del ilustre catedrático. Antes de convertirse en el oráculo del constitucionalismo panameño, César Quintero fue un pensador político. Así lo atestiguan los Principios, obra formada académicamente por sus estudios de maestría en la Universidad de Georgetown, pero jalonada por los hechos en torno a los cuales el país se abocó a un proceso constituyente, precedido y sucedido por golpes de Estado y fraudes electorales.
El Derecho Constitucional, por el contrario, fue el producto del remanso de la democracia liberal que tuvo lugar en Panamá entre 1956 y 1967. Su obra jurídico-constitucional es una interpretación del canon normativo de la Carta de 1946, y tiene por esa razón una aplicación limitada. El derecho constitucional no reflexiona sobre lo que es una Constitución, ni nos dice cuando el Estado y la sociedad deben abocarse a un proceso constituyente. Esta es una tarea propia de la Ciencia Política, disciplina que, de acuerdo a las lecciones que impartió César Quintero, estudia el Estado. Así, el Capítulo XXV de los Principios desarrolla lo relativo a “Las Constituciones”. Allí Quintero expone una teoría de la Constitución de la cual nunca se desdijo y que conecta sin fisuras con el opúsculo Crítica a la Teoría Tradicional del Poder Constituyente, escrito más de cuatro décadas después, en el que el maestro desarrolla de forma robusta una teoría constitucional realista, novedosa y propositiva.
En los Principios, Quintero abordó directamente la cuestión de “El procedimiento recomendable para adoptar una nueva Constitución”. Bajo dicho epígrafe el maestro expresó los siguientes conceptos: “... el Gobierno de un Estado que opta por tomar tan delicada y trascendental iniciativa debiera ceñirse al siguiente procedimiento: 1º- Consulta popular previa, para establecer si el pueblo favorece el cambio constitucional; 2º- Convocatoria a una Convención Constituyente, si el resultado del plebiscito ha sido favorable; 3º- Elección popular de la Convención Constituyente en un ambiente de absoluta libertad y honradez electorales; 4º- Redacción y aprobación de la nueva Constitución por dicha Convención Constituyente; 5º- Disolución de dicha Convención tan pronto haya entrado en vigencia la nueva Ley Fundamental; 6º- Elección subsecuente de la Asamblea Legislativa y del Presidente de la República, en la forma y dentro de los términos prescritos por la nueva Constitución.”
Quintero remata el enunciado anterior con este apotegma: “Este sería el único método decoroso y democrático de establecer una nueva Constitución.” A continuación, el autor critica con dureza a las asambleas legislativas que pretenden asumir funciones constituyentes, lo cual es una alusión a los hechos del 12 de julio de 1948 cuando la Asamblea Legislativa de ese entonces decide efectuar un golpe de mano para impedir el ascenso al poder de Arnulfo Arias y recurre al insólito expediente de retomar su carácter de Asamblea Constituyente, extinguido hacía ya más de dos años. Como sabemos, la audacia de los diputados del ‘48 no pasó del intento, pero dejó su huella en la obra de César Quintero.
En este contexto vale la pena aclarar el juicio del maestro sobre las reformas de 1983. Al compararlas con las reformas de 1978, Quintero señaló el carácter sustantivo de los cambios introducidos en 1983. En su ensayo Evolución Constitucional de Panamá (1986), Quintero calificó la situación constitucional del país como anómala, porque “el nuevo documento constitucional es formal e ideológicamente análogo a la demoliberal Constitución de 1946. Pero no está funcionando como aquella funcionó, porque la correlación de fuerzas políticas existentes es bien distinta a la de aquel entonces. En consecuencia, estamos frente a una Constitución esencialmente nominal e inoperante. Las transformaciones nacionales venideras determinarán si eventualmente llega a adquirir auténtico carácter normativo; o si, a su vez, habrá de ser sustituida por otra, ya sea de signo liberal y democrático, o bien autocrático y autoritario.”
César Quintero nunca pensó que dicha Constitución era el instrumento normativo que el país requería para consolidar la democracia en la era post invasión. Prueba de ello la encontramos en su apoyo al referendo de 1992 como una posibilidad real de operar cambios de sentido pragmático, pero importantes, en el texto de 1983. Uno de ellos fue la introducción de un tercer método de reforma de la Carta Magna, el cual permitiría convocar a una Convención Constituyente. Pero dicho método no se propuso con la finalidad de expedir una nueva ley fundamental.
Quintero siempre le profesó admiración a la Constitución argentina de 1853, entre otras cosas, porque permitía que el momento político utilizase el método de la Constituyente para reformar la Carta Fundamental, el cual es definitivamente la forma más democrática de reformar una Constitución.
Para César Quintero toda Constituyente se desempeña con las limitaciones propias del momento político que las ve nacer y de acuerdo a un conjunto de reglas procedimentales expedidas por los poderes constituidos. No hay tal cosa, pues, como una Asamblea Constituyente que sea soberana y tenga un poder absoluto. Soberano es sólo el pueblo, la asamblea o convención constituyente actúa sobre la base de un mandato.
En el opúsculo Crítica a la Teoría Tradicional del Poder Constituyente, Quintero afirma que “la potestad constituyente no debe ser ejercida por un solo órgano, aun cuando este sea una convención constituyente o el propio electorado. Dicha función extraordinaria debe ser compartida y controlada recíprocamente por diferentes órganos del Estado”.
La quinta papeleta no es más que la consulta previa de la que hablan los Principios de Ciencia Política, como requisito sine qua non para adoptar una nueva Constitución por un procedimiento democrático. La forma como la sociedad panameña se ha abocado a generar consensos en torno a una nueva propuesta constitucional, en la que participan los poderes constituidos y la sociedad civil, evidencia la maduración de una conciencia política y constitucional, recogida y articulada por quien fue uno de los mejores hijos de nuestra patria.
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El Panamá América, Martes 25 de noviembre de 2003
Tensiones en la representación política
En una ocasión me encontré en el recinto legislativo con una legislador amigo, una buena persona, un hombre correcto, con ocasión de la aprobación de un proyecto de ley. Como se me había otorgado el beneficio de la cortesía de sala para participar en los debates, estuve asistiendo a la Asamblea por varios días consecutivos. Como no había visto al amigo legislador en los primeros días, solté sin malicia la pregunta que a cualquiera se le ocurriría: "¿Dónde has estado?" Con absoluta tranquilidad de conciencia, me dijo que había estado trabajando en su comunidad y a pesar de que las sesiones se habían iniciado hacía más de un mes, él no había podido asistir. Me habló con entusiasmo sobre todas las cosas que había hecho, las cuales eran absolutamente útiles y apreciadas por sus electores. Evidentemente, los proyectos que se discutieron durante la ausencia de este amigo y legislador tenían muy poca o ninguna incidencia en su comunidad y él tenía claro que su lealtad y responsabilidad estaban con la comunidad que lo había elegido. Ahora había tenido que asistir porque del partido lo habían llamado, ya que querían aprobar un proyecto y necesitaban su voto.
Lo primero que hay que subrayar es la normalidad de esta conducta. En la realidad que vivimos todos los días, no la que nos dicen que debemos vivir, no hay juicios de reproche, ni formales ni informales, contra los legisladores que se dedican a atender las necesidades de algunos miembros de su comunidad. Sean pobres, empresarios, trabajadores, o estudiantes, el grupo beneficiado lo agradece y otorga su respaldo a cambio. Por eso, los legisladores han entendido que para eso les "pagan".
La segunda conducta que llama la atención es la lealtad debida al partido en situaciones límite. Si el partido no necesita su voto, no lo llaman, y no viene. En determinadas materias, no en todas, las jefaturas de las bancadas se esfuerzan por infundir un poco de disciplina y asegurar los resultados. Ya sabemos que no siempre lo logran, pero esto no ocurre necesariamente por buenas razones. No voy a discutir aquí las malas razones que hacen fracasar la disciplina del partido, porque mi propósito es centrar la atención en el derecho constitucional y no en el derecho penal.
La representación política como la conocemos hoy es, pues, el resultado de dos tipos de relaciones: una clientelar con la comunidad, que se podría expresar como el intercambio de favores y votos, y un lazo de lealtad hacia el partido que lo postuló porque, como sabemos, sin postulación partidaria no hay acceso a la representación política. Si consideramos el conjunto de las curules como un bien que algunos individuos desean alcanzar, hay que llegar a la conclusión de que se trata de un mercado protegido en beneficio de un grupo establecido, y en detrimento de la eficiencia y calidad de la función que deben desempeñar.
La Constitución actual no ofrece una luz orientadora en esta materia, pues sus disposiciones no hacen más que reflejar esta situación. La fórmula constitucional dice que los legisladores "representan en la Asamblea Legislativa a sus respectivos partidos políticos y a los electores de su Circuito Electoral". Los seres que se han erigido en defensores extremos de la letra de la actual Constitución, si son coherentes, habrán de reconocer que la condición reinante de la representación política no acusa ningún problema con su marco normativo. No sólo tenemos los legisladores que nos merecemos, tenemos lo que debemos tener.
En cuanto a la frase del mismo artículo 144 de la Carta Fundamental, que dice que los legisladores "actuarán en interés de la Nación", no debemos preocuparnos mucho porque las veleidades argumentativas que se han suscitado por estos días tratarían de convencernos de que lo que los legisladores hacen "es" el interés de la Nación. No importa qué, dónde ni cómo lo hacen. A pesar de que ésta es la manera como la clase política entiende la representación legislativa, nadie pone en duda que en la actualidad dicha forma de representación se encuentra en una crisis aguda.
Como las asambleas legislativas y los parlamentos son el máximo órgano de los Estados democráticos porque en ellos se forma la voluntad política de la nación, la crisis consiste en que la ciudadanía, a través de los medios de comuncación, expresa un rechazo permanente hacia los actuales titulares de los cargos. Ese rechazo es el resultado del deterioro de la credibilidad y la confianza depositada en el Órgano Legislativo. La cuestión de si los legisladores representan, o deben representar, a sus electores o a los partidos políticos, o a ambos, o como deben configurarse las tensiones que existen entre ambas instancias, no ha recibido la suficiente atención por parte de los legisladores mismos.
Sólo se experimenta una sensación de malestar cuando la verdad comprobable por todos es que los legisladores son una especie de grandes representantes de corregimiento, cuya misión en la vida, en el mejor de los casos, es buscar soluciones para algunas o muchas personas de la comunidad que representan, con mucho menos tiempo y dedicación a entender los grandes problemas nacionales. La sensación de malestar se agrava cuando descubrimos que hay normas constitucionales que parecieran indicar que los partidos están por encima de los electores, pues pueden decidir revocar el mandato de sus legisladores si éstos reniegan de la línea trazada por la dirigencia del colectivo.
¿Dónde queda la nación en medio de todo esto? Cómo se hace para "actuar" como legislador "en interés de la nación", independientemente de las demandas expresadas por los grupos organizados de la comunidad electora, o incluso contra estas demandas, circunscritas por intereses que son típicamente de alcance local, no nacional? ¿Cómo se hace para ser legislador y colocar a la nación en el justo sitial de los bienes imperecederos, independientemente de la maquinaria de los partidos, o incluso contra ella, si es necesario?
La respuesta de que son las personas las que hacen los cargos, y no los cargos los que hacen a las personas olvida que el diseño institucional define lo que es un buen o mal desempeño. Y es perfectamente posible y probable de que el "sistema" premie el mal desempeño y castigue el bueno. Son varios los casos que se pueden citar del pasado reciente y son más los casos que veremos en el futuro próximo.
Esto concretamente significa que el "sistema", expresión abreviada para indicar el conjunto de normas constitucionales, legales y consuetudinarias, premia el clientelismo y la lealtad incondicional a las camarillas dirigentes y castiga la gestión de aquellos que miran la nación como un todo, y legislan con el porvenir en la frente. El sistema no estimula la independencia de criterio, la actuación sobre la base de convicciones profundas, ni el heroísmo en las horas difíciles, porque todos estos valores pueden convertirse rápidamente en el vestuario de los mártires, chivos expiatorios, traidores y renegados.
Lo que es más extraordinario aún es que sabiendo que este es el sistema imperante y que así serán los productos que habrán de obtenerse en mayo del año próximo, tengamos confianza en que el futuro de paz y prosperidad nos aguarda a la vuelta de la esquina, siempre que sigamos manteniendo el actual orden constitucional.
Es poco probable que la institucionalidad democrática (separación de poderes, Estado de derecho, principio de legalidad, protección de los derechos fundamentales) se afiance a través de una representación política acusada de un grave déficit funcional. Como los sistemas poco funcionales también tienen sus beneficiarios, es poco probable que el sistema cambie por la vía institucional, ya que son los beneficiarios los que deciden sobre los cambios.
Es muy probable que el legislador amigo que mencioné antes sea reelegido en las próximas elecciones, ya que, además de ser buena persona, hombre correcto, sabe lo que tiene que hacer para triunfar dentro del actual sistema. En tanto amigo, espero que me escuche y comprenda la necesidad del cambio; en tanto legislador, que pronto se convierta en un líder nacional que propicie una fórmula política para lograr el cambio constitucional.
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El Panamá América, Martes 2 de diciembre de 2003
Lo primero que hay que subrayar es la normalidad de esta conducta. En la realidad que vivimos todos los días, no la que nos dicen que debemos vivir, no hay juicios de reproche, ni formales ni informales, contra los legisladores que se dedican a atender las necesidades de algunos miembros de su comunidad. Sean pobres, empresarios, trabajadores, o estudiantes, el grupo beneficiado lo agradece y otorga su respaldo a cambio. Por eso, los legisladores han entendido que para eso les "pagan".
La segunda conducta que llama la atención es la lealtad debida al partido en situaciones límite. Si el partido no necesita su voto, no lo llaman, y no viene. En determinadas materias, no en todas, las jefaturas de las bancadas se esfuerzan por infundir un poco de disciplina y asegurar los resultados. Ya sabemos que no siempre lo logran, pero esto no ocurre necesariamente por buenas razones. No voy a discutir aquí las malas razones que hacen fracasar la disciplina del partido, porque mi propósito es centrar la atención en el derecho constitucional y no en el derecho penal.
La representación política como la conocemos hoy es, pues, el resultado de dos tipos de relaciones: una clientelar con la comunidad, que se podría expresar como el intercambio de favores y votos, y un lazo de lealtad hacia el partido que lo postuló porque, como sabemos, sin postulación partidaria no hay acceso a la representación política. Si consideramos el conjunto de las curules como un bien que algunos individuos desean alcanzar, hay que llegar a la conclusión de que se trata de un mercado protegido en beneficio de un grupo establecido, y en detrimento de la eficiencia y calidad de la función que deben desempeñar.
La Constitución actual no ofrece una luz orientadora en esta materia, pues sus disposiciones no hacen más que reflejar esta situación. La fórmula constitucional dice que los legisladores "representan en la Asamblea Legislativa a sus respectivos partidos políticos y a los electores de su Circuito Electoral". Los seres que se han erigido en defensores extremos de la letra de la actual Constitución, si son coherentes, habrán de reconocer que la condición reinante de la representación política no acusa ningún problema con su marco normativo. No sólo tenemos los legisladores que nos merecemos, tenemos lo que debemos tener.
En cuanto a la frase del mismo artículo 144 de la Carta Fundamental, que dice que los legisladores "actuarán en interés de la Nación", no debemos preocuparnos mucho porque las veleidades argumentativas que se han suscitado por estos días tratarían de convencernos de que lo que los legisladores hacen "es" el interés de la Nación. No importa qué, dónde ni cómo lo hacen. A pesar de que ésta es la manera como la clase política entiende la representación legislativa, nadie pone en duda que en la actualidad dicha forma de representación se encuentra en una crisis aguda.
Como las asambleas legislativas y los parlamentos son el máximo órgano de los Estados democráticos porque en ellos se forma la voluntad política de la nación, la crisis consiste en que la ciudadanía, a través de los medios de comuncación, expresa un rechazo permanente hacia los actuales titulares de los cargos. Ese rechazo es el resultado del deterioro de la credibilidad y la confianza depositada en el Órgano Legislativo. La cuestión de si los legisladores representan, o deben representar, a sus electores o a los partidos políticos, o a ambos, o como deben configurarse las tensiones que existen entre ambas instancias, no ha recibido la suficiente atención por parte de los legisladores mismos.
Sólo se experimenta una sensación de malestar cuando la verdad comprobable por todos es que los legisladores son una especie de grandes representantes de corregimiento, cuya misión en la vida, en el mejor de los casos, es buscar soluciones para algunas o muchas personas de la comunidad que representan, con mucho menos tiempo y dedicación a entender los grandes problemas nacionales. La sensación de malestar se agrava cuando descubrimos que hay normas constitucionales que parecieran indicar que los partidos están por encima de los electores, pues pueden decidir revocar el mandato de sus legisladores si éstos reniegan de la línea trazada por la dirigencia del colectivo.
¿Dónde queda la nación en medio de todo esto? Cómo se hace para "actuar" como legislador "en interés de la nación", independientemente de las demandas expresadas por los grupos organizados de la comunidad electora, o incluso contra estas demandas, circunscritas por intereses que son típicamente de alcance local, no nacional? ¿Cómo se hace para ser legislador y colocar a la nación en el justo sitial de los bienes imperecederos, independientemente de la maquinaria de los partidos, o incluso contra ella, si es necesario?
La respuesta de que son las personas las que hacen los cargos, y no los cargos los que hacen a las personas olvida que el diseño institucional define lo que es un buen o mal desempeño. Y es perfectamente posible y probable de que el "sistema" premie el mal desempeño y castigue el bueno. Son varios los casos que se pueden citar del pasado reciente y son más los casos que veremos en el futuro próximo.
Esto concretamente significa que el "sistema", expresión abreviada para indicar el conjunto de normas constitucionales, legales y consuetudinarias, premia el clientelismo y la lealtad incondicional a las camarillas dirigentes y castiga la gestión de aquellos que miran la nación como un todo, y legislan con el porvenir en la frente. El sistema no estimula la independencia de criterio, la actuación sobre la base de convicciones profundas, ni el heroísmo en las horas difíciles, porque todos estos valores pueden convertirse rápidamente en el vestuario de los mártires, chivos expiatorios, traidores y renegados.
Lo que es más extraordinario aún es que sabiendo que este es el sistema imperante y que así serán los productos que habrán de obtenerse en mayo del año próximo, tengamos confianza en que el futuro de paz y prosperidad nos aguarda a la vuelta de la esquina, siempre que sigamos manteniendo el actual orden constitucional.
Es poco probable que la institucionalidad democrática (separación de poderes, Estado de derecho, principio de legalidad, protección de los derechos fundamentales) se afiance a través de una representación política acusada de un grave déficit funcional. Como los sistemas poco funcionales también tienen sus beneficiarios, es poco probable que el sistema cambie por la vía institucional, ya que son los beneficiarios los que deciden sobre los cambios.
Es muy probable que el legislador amigo que mencioné antes sea reelegido en las próximas elecciones, ya que, además de ser buena persona, hombre correcto, sabe lo que tiene que hacer para triunfar dentro del actual sistema. En tanto amigo, espero que me escuche y comprenda la necesidad del cambio; en tanto legislador, que pronto se convierta en un líder nacional que propicie una fórmula política para lograr el cambio constitucional.
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El Panamá América, Martes 2 de diciembre de 2003
¿Dos proyectos o uno?
El actual proceso constituyente se inició cuando un grupo de personas se organizó para plantear ante todos los conciudadanos que el país no podía continuar viviendo con el descrédito de sus más altas autoridades y que era necesario proceder a un pacto refundacional del Estado panameño. Esto ocurrió en mayo del 2002. No es importante mencionar aquí a las personas que concurrieron a aquella reunión, porque su motivación nunca ha sido el protagonismo vacuo, sino la genuina aspiración a vivir en una sociedad democrática. Pero como la memoria de algunas personas es demasiado corta, es necesario volver a decir por qué aquellas asumieron tal determinación.
El telón de fondo de los extraordinarios sucesos de enero de 2002 describe a unos Órganos Ejecutivo y Legislativo que habían cruzado espadas. El Legislativo estaba dominado por una alianza de partidos opositores al gobierno, que al término del año 2001 había rechazado el presupuesto presentado por el Ejecutivo. Esto era indicativo de la poca capacidad de lograr acuerdos entre los dos grupos en asuntos fundamentales que atañen a la función de gobierno. La situación se había agravado, además, porque varios líderes de los partidos políticos que controlaban la mayoría legislativa habían expresado en forma reiterada y definitiva que no procederían a ratificar las dos designaciones al cargo de magistrado de la Corte Suprema de Justicia efectuadas por el Ejecutivo, porque ellas recaían en personas de quienes no era razonable esperar independencia ni imparcialidad. Una de éstas era el Ministro de Gobierno y Justicia, y la otra era legislador por el mismo partido que la Presidenta de la República. El Legislativo evitó llevar las ratificaciones al pleno de la Asamblea durante el período ordinario de sesiones como correspondía. El Ejecutivo decidió medir fuerzas y convocó a sesiones extraordinarias con el objeto de que el pleno ratificara a los magistrados designados.
Ante una ciudadanía espectadora y expectante, súbitos votos disidentes favorecieron las aspiraciones del Ejecutivo, con lo cual se desvaneció la mayoría legislativa enfrentada al gobierno. Pero no hubo sabiduría en la derrota, ni magnanimidad en el triunfo. Ambas fuerzas priorizaron más la necesidad de infligir daño al adversario que la de pactar con él. Así, de reciprocar insultos pasaron a intercambiar graves acusaciones en el sentido de que importantes decisiones adoptadas por el Órgano Legislativo eran el producto de una serie de sobornos individuales en unos casos, colectivos en otros.
La primera de las denuncias consistió en que los votos disidentes que sirvieron para obtener la ratificación de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia eran el producto de sobornos efectuados por el Ejecutivo. Aunque no se aportaron pruebas de ningún tipo, se solicitó la apertura de un proceso penal contra los disidentes y se iniciaron los trámites para proceder a su expulsión del partido con el propósito ulterior de revocar su mandato. Pocos días después, uno de los disidentes en mención convocó a una conferencia de prensa para denunciar otros actos de soborno. Mostrando a las cámaras los fajos de billetes que él personalmente había recibido pasó a describir con cierto lujo de detalles cómo legisladores de su partido, a los que mencionó con nombre y apellido, habían participado hacía pocas semanas de una insospechada operación de cambiar dinero por votos a favor de un proyecto de ley que establecía una concesión multimillonaria a favor de un consorcio privado.
Estas acusaciones son de por sí extraordinariamente graves, pero la cosa no paró allí. Los legisladores -no todos, sea dicho sin mezquindad- se mostraron reacios a cooperar con el Ministerio Público y procedieron a obstaculizar las investigaciones iniciadas con el argumento de la inmunidad que les confiere la Constitución.
La inmunidad, ciertamente, es un mecanismo de protección a los legisladores contra la persecución política, de modo que puedan desempeñar su trabajo en la legislatura con amplitud y libre de presiones provenientes de los aparatos represivos del Estado. La Constitución no se propuso nunca que la inmunidad sirviera para impedir que se avanzara en la investigación de graves acusaciones criminales, como en este caso. Sin lugar a dudas lo más digno por parte del Legislativo era permitir que se esclarecieran los hechos denunciados. Sin embargo, una mayoría de la corporación legislativa decidió revocar las renuncias de la inmunidad presentadas por algunos pocos legisladores y extendió una sólida coraza a todo el cuerpo legislativo de modo que toda investigación presente o futura fuese imposible. La Corte Suprema, integrada por los beneficiarios del alegado soborno, avaló dicho acto.
Ninguna de las partes en este conflicto jamás se ha retractado de las acusaciones proferidas en enero del 2002. Como todos estos altos funcionarios siguen en sus puestos, y no parece justo juzgar sólo a unos y premiar con la impunidad a los otros, hay que pensar bien una respuesta de madurez emocional y de altura de miras. Es eso lo que ha tratado de plantear el Foro 2020, a través de sus tres mesas: un sistema nacional de ética e integridad, que abarca el análisis de normas y prácticas informales, un diagnóstico de la situación de país que priorice las áreas críticas de la economía, pero también de la población, el ambiente y la institucionalidad democrática, y un conjunto de propuestas constitucionales.
La Constituyente es un medio idóneo para alcanzar este propósito y es el más democrático entre todos los métodos. La quinta papeleta, discutida a lo interno del Foro y avalada por su grupo dinamizador y la Mesa Nueva Constitución, no conlleva ninguna reforma de la Constitución, sino una mera posibilidad de que se le consulte al electorado si desea que se proceda a la convocatoria de una Asamblea Constituyente que elabore la nueva Constitución.
Las firmas que están recogiendo las iglesias en Panamá, lideradas por el Comité Ecuménico, son una forma de apoyar el mismo objetivo.
El proyecto de reformas constitucionales presentado por el PRD y PP contempla la introducción de la convocatoria a una Asamblea Constituyente como un tercer método de reforma. El proyecto Blandón de poner a la disponibilidad de los electores la quinta papeleta para que expresen su opinión sobre si se debe o no convocar a una constituyente, va también en la dirección correcta.
En conclusión, establecido el mandato popular (por medio de la quinta papeleta) para que el país se dé una nueva Constitución, que se utilice entonces el tercer método de reforma introducido mediante la reforma constitucional propuesta. Se trata de un solo proyecto, no de dos. Se trata de dos aspectos, ambos importantes de un solo proceso. Esto los hacemos porque no queremos ni violencia ni injusticia, y porque no aceptamos seguir viviendo con la vergüenza que trae la impunidad de los delitos cometidos por los más altos servidores del Estado.
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El Panamá América, Martes 9 de diciembre de 2003
El telón de fondo de los extraordinarios sucesos de enero de 2002 describe a unos Órganos Ejecutivo y Legislativo que habían cruzado espadas. El Legislativo estaba dominado por una alianza de partidos opositores al gobierno, que al término del año 2001 había rechazado el presupuesto presentado por el Ejecutivo. Esto era indicativo de la poca capacidad de lograr acuerdos entre los dos grupos en asuntos fundamentales que atañen a la función de gobierno. La situación se había agravado, además, porque varios líderes de los partidos políticos que controlaban la mayoría legislativa habían expresado en forma reiterada y definitiva que no procederían a ratificar las dos designaciones al cargo de magistrado de la Corte Suprema de Justicia efectuadas por el Ejecutivo, porque ellas recaían en personas de quienes no era razonable esperar independencia ni imparcialidad. Una de éstas era el Ministro de Gobierno y Justicia, y la otra era legislador por el mismo partido que la Presidenta de la República. El Legislativo evitó llevar las ratificaciones al pleno de la Asamblea durante el período ordinario de sesiones como correspondía. El Ejecutivo decidió medir fuerzas y convocó a sesiones extraordinarias con el objeto de que el pleno ratificara a los magistrados designados.
Ante una ciudadanía espectadora y expectante, súbitos votos disidentes favorecieron las aspiraciones del Ejecutivo, con lo cual se desvaneció la mayoría legislativa enfrentada al gobierno. Pero no hubo sabiduría en la derrota, ni magnanimidad en el triunfo. Ambas fuerzas priorizaron más la necesidad de infligir daño al adversario que la de pactar con él. Así, de reciprocar insultos pasaron a intercambiar graves acusaciones en el sentido de que importantes decisiones adoptadas por el Órgano Legislativo eran el producto de una serie de sobornos individuales en unos casos, colectivos en otros.
La primera de las denuncias consistió en que los votos disidentes que sirvieron para obtener la ratificación de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia eran el producto de sobornos efectuados por el Ejecutivo. Aunque no se aportaron pruebas de ningún tipo, se solicitó la apertura de un proceso penal contra los disidentes y se iniciaron los trámites para proceder a su expulsión del partido con el propósito ulterior de revocar su mandato. Pocos días después, uno de los disidentes en mención convocó a una conferencia de prensa para denunciar otros actos de soborno. Mostrando a las cámaras los fajos de billetes que él personalmente había recibido pasó a describir con cierto lujo de detalles cómo legisladores de su partido, a los que mencionó con nombre y apellido, habían participado hacía pocas semanas de una insospechada operación de cambiar dinero por votos a favor de un proyecto de ley que establecía una concesión multimillonaria a favor de un consorcio privado.
Estas acusaciones son de por sí extraordinariamente graves, pero la cosa no paró allí. Los legisladores -no todos, sea dicho sin mezquindad- se mostraron reacios a cooperar con el Ministerio Público y procedieron a obstaculizar las investigaciones iniciadas con el argumento de la inmunidad que les confiere la Constitución.
La inmunidad, ciertamente, es un mecanismo de protección a los legisladores contra la persecución política, de modo que puedan desempeñar su trabajo en la legislatura con amplitud y libre de presiones provenientes de los aparatos represivos del Estado. La Constitución no se propuso nunca que la inmunidad sirviera para impedir que se avanzara en la investigación de graves acusaciones criminales, como en este caso. Sin lugar a dudas lo más digno por parte del Legislativo era permitir que se esclarecieran los hechos denunciados. Sin embargo, una mayoría de la corporación legislativa decidió revocar las renuncias de la inmunidad presentadas por algunos pocos legisladores y extendió una sólida coraza a todo el cuerpo legislativo de modo que toda investigación presente o futura fuese imposible. La Corte Suprema, integrada por los beneficiarios del alegado soborno, avaló dicho acto.
Ninguna de las partes en este conflicto jamás se ha retractado de las acusaciones proferidas en enero del 2002. Como todos estos altos funcionarios siguen en sus puestos, y no parece justo juzgar sólo a unos y premiar con la impunidad a los otros, hay que pensar bien una respuesta de madurez emocional y de altura de miras. Es eso lo que ha tratado de plantear el Foro 2020, a través de sus tres mesas: un sistema nacional de ética e integridad, que abarca el análisis de normas y prácticas informales, un diagnóstico de la situación de país que priorice las áreas críticas de la economía, pero también de la población, el ambiente y la institucionalidad democrática, y un conjunto de propuestas constitucionales.
La Constituyente es un medio idóneo para alcanzar este propósito y es el más democrático entre todos los métodos. La quinta papeleta, discutida a lo interno del Foro y avalada por su grupo dinamizador y la Mesa Nueva Constitución, no conlleva ninguna reforma de la Constitución, sino una mera posibilidad de que se le consulte al electorado si desea que se proceda a la convocatoria de una Asamblea Constituyente que elabore la nueva Constitución.
Las firmas que están recogiendo las iglesias en Panamá, lideradas por el Comité Ecuménico, son una forma de apoyar el mismo objetivo.
El proyecto de reformas constitucionales presentado por el PRD y PP contempla la introducción de la convocatoria a una Asamblea Constituyente como un tercer método de reforma. El proyecto Blandón de poner a la disponibilidad de los electores la quinta papeleta para que expresen su opinión sobre si se debe o no convocar a una constituyente, va también en la dirección correcta.
En conclusión, establecido el mandato popular (por medio de la quinta papeleta) para que el país se dé una nueva Constitución, que se utilice entonces el tercer método de reforma introducido mediante la reforma constitucional propuesta. Se trata de un solo proyecto, no de dos. Se trata de dos aspectos, ambos importantes de un solo proceso. Esto los hacemos porque no queremos ni violencia ni injusticia, y porque no aceptamos seguir viviendo con la vergüenza que trae la impunidad de los delitos cometidos por los más altos servidores del Estado.
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El Panamá América, Martes 9 de diciembre de 2003
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