Un país sin Constitución

Una sociedad democrática tiene una Constitución que la inspira y al mismo tiempo la protege. Fundamento de la libertad y límite de la autoridad, una Constitución democrática contribuye a darle identidad al país. Los ciudadanos no sólo la respetan, sino que además se sienten orgullosos de ella y la veneran. Ya sea porque es herencia de nuestros antecesores, o legado que dejaremos a la posteridad, una Constitución democrática es cemento que contribuye a fortalecer el capital social de una nación.

Por el contrario, en las sociedades en las que se ha entronizado la decadencia moral y política el grupo gobernante no gobierna ni desea gobernar, sólo desea el poder y ve en la Constitución un parapeto del mismo. Con harta frecuencia los argumentos constitucionales están motivados, aunque ello no se haga de modo consciente o explícito, por el mantenimiento de la tranquilidad del poder. No del poder público, sino de ese poder, con p minúscula, que detentan ciertos individuos cuando utilizan los cargos para servirse a sí mismos y para desconocer y atropellar los derechos de los demás. Cuando el frío moral azota a la sociedad, las Constituciones quedan devaluadas.

Una Constitución hace algo más que propiamente reglamentar un Estado. Una Constitución contiene un conjunto de principios y normas fundamentales que configuran un programa de trabajo con visión de futuro. Por eso, no es exagerado decir que una Constitución señala el norte de la vida social y política de un país.

¿Es la Constitución actual una sólida plataforma de derechos y libertades que los panameños y las panameñas deben tener a fin de desarrollar su potencial como seres humanos y como integrantes de esta nación? ¿Es acaso eficaz represa contra todo intento de la autoridad de desbordar sus potestades en busca de intereses meramente particulares? ¿Representa una orientación política y cívica acorde con las necesidades de la nación que despierta al siglo XXI? ¿Cómo nos sentimos los panameños con respecto a la actual Constitución?

Un sondeo de opinión realizado en el mes de agosto indica que la población está aparentemente dividida en tres grupos de magnitudes muy similares. Un 34.1% opina que debe reformarse la Constitución, un 32.2 % se inclina por mantenerla, y un 27.4% quiere una nueva Constitución. Es interesante ver que sólo un 6.3% manifiesta no tener una opinión al respecto, lo que ya indica un nivel importante de conciencia ciudadana.

El que concluyera que se trata de una situación de empate múltiple entre tres fuerzas que se contrarrestan, pierde de vista que lo anterior es sólo una fotografía en un momento dado y que la opinión pública normalmente tiende a cambiar en respuesta a las situaciones que se presentan en la vida cotidiana.

En realidad, los que manifiestan la necesidad de reformar la Constitución no tienen aspiraciones muy distintas de los que aspiran a que el país adopte una nueva Constitución, porque ambos grupos están de acuerdo en que sin una renovación constitucional difícilmente podrá el Estado panameño hacerle frente a los retos que se le vienen encima.

Son una minoría entonces los que piensan que podemos seguir viviendo bajo los actuales parámetros constitucionales. Quizás estas personas piensan que debemos preocuparnos más por el buen ejercicio del gobierno que por la Constitución; que en vez de cambiar las normas constitucionales debemos mejorar los negocios, impulsar el crecimiento, disminuir el desempleo, ayudar a la pequeña y mediana empresa y promover el turismo, entre otras tantas cosas, porque todo ello traería prosperidad, y hasta ayudaría a combatir la pobreza, por ejemplo, y para eso no se necesita cambiar la Constitución.

Este grupo minoritario no gastaría palabras defendiendo la actual Constitución como un baluarte duradero de la democracia panameña. Su opción de mantener la actual Constitución es más el resultado de no comprender el valor de una Constitución democrática que de una opción ideológica específica. Por eso piensa que el debate constitucional no es más que una distracción de lo que es verdaderamente crucial, que es la economía. Este sector de la opinión pública no se agrupa en una sola organización sino que proviene de distintas posiciones de poder, ya sea en la empresa privada o en el gobierno, en los partidos políticos, en los gremios profesionales, etc.

¿Por qué vamos a dejar que esta minoría imponga una devaluación crónica de la vida ciudadana?

Las encuestas apuntan en dirección de que hay una clara mayoría ciudadana, que se encuentra repartida en todos los partidos políticos y estratos socioeconómicos, que no quiere la actual Constitución. Por lo tanto, el debate debe centrarse, no en si queremos o no una nueva Constitución, sino en cómo y cuándo vamos a lograr una Constitución democrática que se encuentre a la altura de los desafíos que la época impone. Ese debate debe ser un proceso de participación ciudadana que selle un nuevo pacto social que proteja adecuadamente nuestros derechos y libertades, y que deje muy claro que el ejercicio de funciones públicas constituye una carga y no un privilegio.

Si prestamos oído a lo que reclama la gente a través de las páginas de opinión de los diarios nacionales, concluiremos que sin cambios constitucionales no habrá una efectiva lucha contra la corrupción, que sin una efectiva lucha contra la corrupción no habrá crecimiento, que sin crecimiento no habrá desarrollo y que sin desarrollo seguiremos hundiéndonos en una creciente pobreza y un acelerado deterioro de valores cívicos, éticos y políticos. Esta es la antesala de una sociedad en donde la violencia se multiplica a la par que se rebaja el respeto a la vida.

Así, según el Informe Anual de la Comisión Nacional de Análisis de Estadística Criminal (CONADEC), los incidentes delictivos se incrementaron en el año 2002 en un 18.5 %, respecto del año anterior. Los homicidios aumentaron de 306 en el 2001 a 380 en el 2002 y los delitos de violencia intrafamiliar aumentaron en todo el país en un 70 %. El aumento de incidentes con armas de fuego no tiene parangón en la historia conocida.

El aumento de la criminalidad, del que dan cuenta fehaciente las estadísticas oficiales, es claramente una de las manifestaciones de la descomposición social en proceso, pero no debemos creer que el impacto de este fenómeno se reduce al de su versión callejera, ni que sus principales actores provienen de los estratos más bajos de la sociedad. En realidad, tanto o más daño hacen los delitos de cuello blanco, el crimen organizado, los delitos financieros, y, por supuesto, la corrupción gubernamental.

Los golpes contra la fe pública que los escándalos financieros de los últimos años han protagonizado dañan gravemente la capacidad regenerativa de la economía. En otras palabras, la enfermedad que mina la convivencia social se reproduce no sólo en los barrios pobres, sino en los vecindarios del poder político y económico. Si no replanteamos los fundamentos del poder público en nuestra sociedad, las tendencias autodestructivas acabarán por tomar la escena.

Nadie ha dicho nunca que la Constitución sea la solución a todos los problemas. Lo que hay que entender es que no habrá solución duradera al margen de una Constitución democrática. Como el país se ha quedado sin Constitución, según lo percibe una mayoría ciudadana, ahora corremos el riesgo de comenzar a quedarnos sin país.
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El Panamá América, Martes 14 de octubre de 2003