El mito del terror constituyente

Con demasiada frecuencia se lee y se oye decir que convocar a una constituyente es invocar a las fuerzas del caos y del desorden. Las metáforas son prodigiosas: una caja de Pandora, un torrente incontrolable, un tumulto perenne que inundará las calles vociferando que la constituyente le resuelva sus problemas. A juzgar por la pasión con que se demoniza a la Constituyente, la situación parece, en efecto, delicada. No se critica a la Constituyente como una chifladura cualquiera. Se le critica porque es viable, porque hay temor de que en efecto se haga. Los que se oponen a ella tienen como misión impedirla a toda costa, porque sienten amenazados sus intereses partidistas.

La propaganda y la agitación extrema en contra de la Constituyente y en defensa de lo que se considera una verdad superior -que no es más que la delgada envoltura de intereses muy particulares- produce un desequilibrio en la cantidad y calidad de las informaciones y opiniones, al punto de que la orientación del público lector es un proceso concurrente con su desorientación.
Citas textuales traídas por los cabellos, hechos históricos utilizados arbitrariamente, comparaciones infames con otros países, denuncias selectivas contra la naturaleza humana, alegaciones caprichosas sobre una supuesta inminencia del desastre que toda constituyente desencadena, detestables paralogismos sobre la imposibilidad lógica de adoptar una nueva constitución, todo cabe en este festival de falacias a que nos quieren acostumbrar los detractores de la constituyente y la quinta papeleta.

Solicito cortesía de sala para la razón y el equilibrio. Para comprender cabalmente lo que está en juego se necesita no menos de la ilustración que de la serenidad del espíritu. Hay que sacar la cuestión de la Constituyente de la fantasía retórica y de la prosopopeya y devolverla al terreno de la historia.

No ha habido en Panamá ninguna Constituyente que haya causado jamás ningún tipo de disturbio público, ni que haya sacrificado la tranquilidad de los hogares panameños en el altar de la utopía irresponsable que degenera en anarquía odiosa. Como nada malo se puede decir de la fiesta cívica que inspiraron las constituyentes de 1841 y 1904, los argumentos contra la Constituyente se concentran en los sucesos relativos a la convención de 1945 y generan una interpretación acomodaticia que falsean aquella realidad histórica.

Pensemos primero cuál era la situación del país cuando se decidió convocar a la Constituyente, por qué se planteó la constituyente como una salida, qué hizo en efecto la Constituyente, y qué de todo lo que sucedió a continuación es obra de la nueva Constitución.

Cuando el 29 de diciembre de 1944 Ricardo Adolfo De La Guardia dictó el Decreto No. 4, por medio del cual, suspendió la vigencia de la Constitución de 1941 y convocó a una Convención Nacional Constituyente, que sería elegida el primer domingo de mayo de 1945 para que iniciara sesiones el 15 de junio siguiente, tenía poco más de 38 meses (3 años 2 meses) de ejercer la primera magistratura en forma provisional, lo que constituía una flagrante violación de la Constitución que decía respetar.

Esta situación fue posible gracias a la complicidad de la Asamblea Nacional y de las dirigencias de los partidos políticos que la integraban. Regía en esa época el sistema de designados, consagrado primero por la Constitución de 1904, y luego por la Constitución de 1941. Este sistema estuvo en vigor hasta 1946, cuando la figura de los tres designados fue reemplazada por la de dos vicepresidentes, elegidos en la misma nómina con el presidente y con arreglo a los mismos requisitos.

Tras orquestar el golpe contra Arnulfo Arias, De La Guardia hizo arrestar a José Pezet, primer designado para el periodo 1940-1942. Con la connivencia de la clase política, De La Guardia, que se desempeñaba como Ministro de Gobierno y Justicia en el gabinete de Arias, fraguó una serie de componendas que lo llevaron a encargarse de la Presidencia de la República.

Al abstenerse de nombrar la lista de designados que debían reemplazar a De La Guardia, la Asamblea no sólo abdicó de su mandato constitucional, sino que pasó a cohonestar todos los desmanes que de allí en adelante perpetró De La Guardia acompañado en el gobierno de sus parientes, socios y amigos. Ante las crecientes denuncias de malversación de fondos públicos, corrupción y nepotismo, De La Guardia, a quien sus adversarios motejaron con justeza "el usurpador", no tuvo más remedio que planificar una salida ordenada para lo cual aceptó la convocatoria de una asamblea constituyente justo cuando ya la Asamblea parecía determinada a destituirlo. Los dirigentes de dos de las fuerzas políticas más decisivas de la época, Francisco Arias Paredes, del Partido Liberal Renovador, y Domingo Díaz Arosemena, del Partido Liberal Doctrinario, le acuerparon en el autogolpe y autoprórroga de su poder por seis meses más, que fue lo que significó en la práctica el Decreto 4 de 1944.

La Constituyente se había convertido en una demanda social ante la impopularidad de la Constitución de 1941 por sus normas discriminatorias sobre la nacionalidad, que condenaban a una buena cantidad de panameños a la apatridia. Una emergente sociedad civil de nuevo tipo exigía un proceso democrático para obtener un resultado cónsono con los ideales democráticos que inspiraban la época.

Cierto es que De La Guardia había contado con algo más que la simpatía de la Embajada de Estados Unidos, que nunca vio el discurso nacionalista de Arias con buenos ojos. 8 meses después de desplazar a Arias, De La Guardia entregaba al Ejército de Estados Unidos 136 "sitios de defensa" a lo largo y ancho del istmo, lo cual sumaba unas 15 mil hectáreas. Con el convenio de bases suscrito en 1942, De la Guardia aseguró el apoyo norteamericano a sus intereses particulares, antes que para el país. Pero si la situación internacional creada por la Segunda Guerra Mundial le favoreció en un principio, el advenimiento de la paz truncó sus aspiraciones de permanecer en el solio presidencial hasta el término del periodo presidencial que la Constitución de 1941 había extendido hasta 1946.

Cuando en enero de 1945, una minoría de diputados se reunió en Chivo Chivo y nombró a Jeptha B. Duncan como Primer Designado a la Presidencia de la República para desplazar de ese modo a De La Guardia, el descrédito de ambos órganos del Estado había echado raíces profundas en la mente colectiva de la nación, que sólo aguardaba la elección de los constituyentes como único método capaz de construir el tejido democrático de la institucionalidad pública. Más que ser disuelta, la Asamblea Nacional se había extinguido por inanición.

El proceso electoral de 1945 tuvo lugar en medio de la eclosión de la sociedad civil y trajo fuerzas nuevas a la palestra. Estos escrutinios fueron los primeros en los que la mujer panameña participó con igualdad de derechos; por sufragio popular dos mujeres resultaron electas a la cámara constituyente, Esther Neira de Calvo y Gumercinda Paez, quien además fungió como vicepresidenta de la Constituyente.

De los 51 integrantes, 49 pertenecían a los siete partidos políticos que participaron en el torneo, y 2 eran independientes, es decir, no postulados por partidos políticos, José Isaac Fábrega y Rosendo Jurado, elegido presidente de la Convención Constituyente. Las elecciones de 1945 son recordadas como una de las más correctas de nuestra historia política. Al día siguiente, en su editorial de 7 de mayo, El Panamá América calificó el proceso electoral como "de vitrina".

La Constituyente estuvo llamada a llenar un vacío sin precedentes en la historia panameña, de allí que gran parte de los actos de la Constituyente tuviesen como objeto materias distintas a la que estaba en principio llamada a reglamentar. Como no había Asamblea Legislativa, pues Ricardo Adolfo De La Guardia había decidido disolverla antes de que le fueran a destituir, la Constituyente actuó para suplir la ausencia de un órgano legislativo.

Para cumplir con su cometido la Constituyente contaba con un anteproyecto de Constitución elaborado por los doctores Eduardo Chiari, Ricardo J. Alfaro, y José Dolores Moscote. Este último aportó todo un capítulo nuevo relativo a las garantías constitucionales. Los constituyentes, que debatieron por espacio de nueve meses, tuvieron el buen criterio de conservar casi en su integridad el proyecto que les fue presentado al inicio de sesiones.

La nueva Constitución fue aprobada el 1 de marzo de 1946. La Constituyente optó por mantener el periodo de 4 años para las autoridades elegidas, es decir, como lo establecía la Constitución de 1904 y consideró como una especie de interregno el periodo que restaba hasta 1948 cuando debían producirse las próximas elecciones.

Al igual que lo hizo la Constitución de 1904, que fungió como Asamblea Legislativa por dos años hasta 1906, cuando fue elegido el primer Organo Legislativo de nuestra historia patria, los constituyentes decidieron transmutarse en Organo Legislativo por dos años. De igual modo renovaron el mandato presidencial de Enrique Jiménez, que había sido nombrado Presidente provisional de la República por la Constituyente en su primer día de sesiones, hasta el fin de dicho interregno.

La Constituyente dejó de existir al entrar en vigencia la Constitución. Todas las actuaciones de los constituyentes en el interregno que va hasta 1948 son las propias de una Asamblea Legislativa. Al igual que la Asamblea de Chivo Chivo, en determinado momento sobrestimaron su fuerza e intentaron darle un golpe al Presidente de la República. Al igual que el de su antecesor, este proyecto de golpe parlamentario no pasó del mero intento.

Quizás el caos de la época fue generado más por la firma del Convenio Filós Hines, por la pugna electoral entre las fuerzas de Arnulfo Arias que se enfrentaba a brazo partido contra los liberales, el desmejoramiento de la situación económica al término de la guerra, etc. Pero indudablemente no por la Constituyente.
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El Panamá América, Martes 28 de octubre de 2003